611. El rock: En tiempos insalubres.

Por Sergio Monsalvo C.

La cancelación durante dos años (2020-2021) de las presentaciones en vivo, de la participación en festivales (de los festivales mismos), del cierre de los estudios de grabación, obviamente tuvo consecuencias para los hacedores de música.

En el campo del rock, la situación obligó a los veteranos a frenar la dinámica de las giras y de la composición de nuevos materiales que regularmente se producen durante los viajes. La muerte, la salud colectiva, el miedo omnipresente (por obvias razones), el cambio en las relaciones humanas, la manera de ser y estar en el mundo, entraron en la reflexión de los confinados para escribir nuevas canciones. Todo se volvió más íntimo y personal, se retomaron los instrumentos tradicionales y se grabó de manera minimalista en las propias casas.

Los jóvenes, a su vez, se encontraron con tiempo para pensar las cosas y no resolverlas en nanosegundos, antes de pasar a otra y a otra. Descubrieron las colecciones de álbumes y discografías de sus mayores, y se tomaron el tiempo de escuchar los discos de vinil completos, aburridos de las programaciones algorrítmicas e impersonales de alguna plataforma (como Spotyfy, por ejemplo).

Así que compusieron sus canciones con las características de los años sesenta y setenta, con la guitarra eléctrica como instrumento principal, la cancelación del autotune (que todo lo homogeniza), temas profundos, con melodías y armonías vocales y vertientes más abrasivas, evocadoras y demás etcéteras.

Para comprobar el pulso del rock en este 2022, que finaliza, hay que hacer labor de investigación para encontrar los datos duros. Por ejemplo, acudir a los informes estadísticos que se realizan en la meca más grande la industria musical, los Estados Unidos: MCR Data Repaso (MATLAB Component Runtime) para contar con algo fehaciente, ya que esta información es como la de la oficina de Hacienda de aquel país, que no deja de rastrear y a la que nunca se le va nada, por oculto y maquillado que esté.

Una vez con este resumen del negocio musical en la mano, al que con las debidas condiciones se le puede tomar como parámetro, es posible encontrar cosas como que en estos dos últimos años se ha impuesto el formato del LP, del vinil, en las ventas, por encima del CD (un soporte más barato y tecnológicamente superior), al que se supera quizá por motivos distintos (y no menos contradictorios) a la mera lógica económica.

Ahí, comienzan a actuar los mejores criterios. Si vas a adquirir algo tangible, tiene que ser algo completo y que cuente con el respaldo de la historia, el tiempo y la crítica.

Es decir, los consumidores de artefactos sólidos han preferido el producto que ofrezca más cosas que un solo y fugaz track (como en el pop o el hip hop), por más promocionado que haya estado y apoyado en las redes sociales de los recalcitrantes fans de algún músico, que se confabulan para obtener un efecto inmediato (arrojar su montón de likes), pero cuya duración efectiva sube y baja como la espuma en cuestión de días, ya no de semanas, hasta caer en la canasta del olvido, en favor de lo siguiente desechale. Lo vintage, pues, se ha impuesto y ahí están las cifras para corroborarlo.

A la par de esta preferencia por lo palpable, crecieron (otra contradicción) los usuarios de las plataformas de música en streaming, una consecuencia —muy factible— del confinamiento y del trabajo en pantalla, al que fue sometida a la gente en esos dos años.

Asimismo, hay un dato muy revelador: el 70% de la música consumida el año pasado pertenece a lo que se conoce como “catálogo”. En la jerga de la industria estadounidense, es música con 18 o más meses de vida, es decir, lo legitimado por el tiempo, por la crítica y por su valor intrínseco.

Vaya la contextualización: uno de los efectos de la llegada del MP3 a Internet fue que, de inmediato, prácticamente toda la música de la segunda mitad del siglo XX se volvió disponible y a cero costo. De repente, los rockeros actuales ya no sólo competían en el mercado contemporáneo entre sí, sino que se encontraron con que estaban inmersos en una nueva época llamada hipermodernismo (ésa en la que conviven sin problema los valores de antaño con los de hogaño).

Es decir, están de facto enfrentados con su propuesta a toda la historia del rock, con artistas veteranos (aún vivos) y también con los ya fallecidos, pero ya canonizados por las generaciones anteriores. La música del pasado es hoy igualmente la música del presente y, según los analistas financieros de los fondos de inversión (de la mismísima Wall Street), también será la música del futuro (porque seguirá cotizándose y bien en cualquier época).

Por otro lado, a los agoreros de siempre (que dan por muerto al rock desde su perspectiva con orejeras de caballo), los datos duros y comprobables les indican lo siguiente: el género sigue tan vivo, igual como siempre desde su nacimiento, y tan saludable como para competir tête-à-tête con los ritmos únicamente avalados por el trending topic de las volubles e ígnaras redes sociales que sólo ven lo inmediato.

Eso equivale a que el rock esté tan presente como para –confirmado en los listados de álbumes más vendidos en 2021 de MRC Data–, indicar que Queen está a la par de solicitado que Bad Bunny, o que el grupo Creedence Clearwater Revival vende lo mismo que Taylor Swift, o que lo nuevo de Adele vende apenas un poco más que Abbey Road, que está en el mercado desde 1969.

Con ello se confirma la revalorización de los cancioneros ya consolidados, lo que explica, por otra parte, que las superestrellas del rock estén vendiendo sus derechos editoriales por cantidades bárbaras de dinero (esos inversionistas apuestan miles de millones de dólares en la compra de tales derechos porque saben que una pieza de dichos repertorios viene cargada de resonancias históricas y, además, sonará fresca a los oídos jóvenes en películas, series de televisión, videojuegos, etcétera, de hoy y de mañana).

Más impresionante aún es el dato de que sólo un 30% de lo consumido en estos años sea música actual. Una cifra porcentual que va disminuyendo año con año y que resulta vergonzante para tal industria, ya que las compañías discográficas ponen en juego todos los recursos de mercadotecnia y promoción de que disponen, al servicio de los artistas millennials o pertenecientes a la generación Z. Además, dichas compañías disponen de instrumentos para seguir al momento su impacto en redes sociales y las plataformas pertinentes. Y, aun así, su reinado es muy fugaz. Ahí están los números para corroborarlo.

Los pretextos abundan, por supuesto, aunque no convenzan. Los ejecutivos se quejan de que las radiodifusoras ya no produzcan éxitos; que se limiten a copiar lo que funciona en YouTube, TikTok o Spotify. La radio comercial ha renunciado a cualquier riesgo (o atrevimiento, si alguna vez lo tuvo) y su programación está sacada de algoritmos que terminan por aburrir (no ayuda, tampoco, que muchos de sus locutores carezcan de una mínima cultura, discurso, información veraz o de una alguna personalidad reconocible).

El rock, pues, en estos años de la tercera década del siglo XXI continúa su buena marcha volviendo, tras los confinamientos, a llenar los conciertos en estadios, auditorios o clubes; a vender todos los boletos de los festivales masivos de larga duración (dos o tres días), a lanzar nuevas grabaciones de noveles y veteranos (como Amyl and The Sniffers, Mogwai o Kiwi Jr., entre los primeros, o Nick Cave, Neil Young o Van Morrison –del que por cierto una de sus piezas estuvo nominada como Mejor Canción Original en los premios Óscar del 2022–, entre los segundos, por ejemplo), donde todos y cada uno ratifican su amor y trabajo por el género que brinda satisfacciones (en todas sus vertientes) sin fecha de caducidad, aun en tiempos insalubres.

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