612. Luciérnagas-pop (Tributo a Burt Bacharach)

Por Sergio Monsalvo C.

Un día de julio Ulises Clue me regaló una docena de luciérnagas-pop. Las había metido en un frasco transparente. Dentro había puesto unos pétalos de flores cortadas al amanecer y unas gotas de agua. En la tapa les abrió unos pequeños agujeros para que respiraran.

A la luz del día parecían unos vulgares insectos-cancioncillas, como los que viven cerca de los basureros, pero Ulises me aseguró que eran unas luciérnagas-pop. “Sé todo sobre ellas”, me dijo. Y yo no era ningún experto para negarlo. Así que me quedé conforme en que las del frasco eran de tal especie.

Aquellos ejemplares se quedaban quietos durante el día y no hacían ningún movimiento hasta que la luz solar desaparecía con el ocaso. Entonces se encendían muy ligeramente, trepaban por la resbaladiza superficie del vidrio e intentaban salir.

“Las encontré en el jardín de la fonoteca”, me dijo. “En el verano las sueltan por ahí para alegrar a los visitantes. Yo pude atrapar algunas y las traje para que las conocieras”.

Las vacaciones ya habían empezado y ya no quedaba casi nadie en la residencia estudiantil. Yo no tenía ganas de ir a visitar a mi familia y prefería seguir trabajando en la tienda de discos para ganarme un dinero extra. Ulises se había quedado unos días más para hacer unas prácticas de sociología, y ahora hacía su maleta para irse a la playa.

“Se las puedes regalar a alguna ‘nena’, dijo (Ulises se jactaba de conocer los modismos de muchos lugares del mundo y con ellos salpicada regularmente su plática), te aseguro que le van a gustar y me lo vas a agradecer”. Se despidió de mí y se fue al aeropuerto.

Al caer la noche la residencia estudiantil estaba tan silenciosa que me hacía pensar en unas ruinas, aunque luego al bajar las escaleras se notaba un ligero olor a comida (muy apetitoso, por cierto) y la iluminación a medias del comedor que aún se mantendría abierto por un par de días más (yo tendría que salir a comer a los restaurantes cercanos, intentaría no hacerlo solo).

Pedí una caja con comida surinamesa (fideos, tres tipos de verduras y tres de distintas carnes), pasé a mi habitación por las luciérnagas-pop y me dirigí hacia la azotea del edificio, que estaba desierta. Habían dejado puestas algunas sillas plegables. Jalé una de ellas hacia la orilla, abrí la caja, despegué los palillos de madera y me senté a mirar hacia la ciudad.

Una luna brillante flotaba en el cielo. Abajo los faros de los autos formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la urbe. Dentro del frasco las luciérnagas-pop apenas brillaban, su tono era demasiado pálido, débil.

Yo no había visto ni oído a ninguna de estas luciérnagas, aunque sabía de su existencia y creía recordar que se decía que despedían una luz nítida y un sonido brillante en la oscuridad de las noches. Dejé de lado mi comida y abrí cuidadosamente el frasco. Tomé una de ellas y la deposité en el suelo. No se movió ni iluminó. Quizá estaba demasiado débil o muerta.

Sin embargo, luego de un largo minuto levantó el vuelo, su luz era intensa, totalmente distinta de la anterior, mortecina; y el sonido que emitía, al principio apagado e imperceptible, se hizo envolvente. Intenté recordar quién y qué era lo que me habían dicho sobre ellas. Mi memoria me llevó a una noche oscura y el ruido del agua. Sí, había sido en una esclusa antigua, de esas que se abren y cierran al girar una manivela.

El agua era una corriente pequeña rodeada de hierbas que casi la ocultaban por completo. Habíamos ido de excursión en grupo, y en determinado momento me quedé a solas con una de mis compañeras, una que me gustaba mucho, por cierto. Estábamos sentados en la orilla viendo correr el agua y escuchando el ruido que hacía.

Fue cuando ella me contó que conocía lugares semejantes, pero donde las luciérnagas-pop alegraban e iluminaban la noche con su luz y sonido. “De donde provengo a esa especie se le llama ‘Bacharach’. Tienen el poder de despejarte la mente de cualquier sombra y en los momentos que vuele a tu alrededor, serás feliz y te sentirás a gusto en el mundo”, afirmó con una pequeña sonrisa.

Cerré los ojos y me imaginé un estanque por el que volaban cientos de ellas, y los destellos de su luz se reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes, y su sonido iluminaba mi interior. Decidí sumergirme por completo en aquel recuerdo. Oí el viento con su claridad melódica. Aunque no soplaba con fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro brillante. Abrí los ojos y comprobé que de esa noche de verano ahora tenía un pequeño fragmento.

Destapé el frasco por completo, saqué a todas las luciérnagas-pop y las deposité en un reborde de la azotea que tenía cercano. Éstas se sostenían a duras penas en su nuevo hábitat. Al igual que la otra, permanecieron inmóviles por un minuto, como si hubieran exhalado su último suspiro. Pero luego comenzaron a moverse cada una por su lado, tambaleándose. Oteando el aire y midiendo sus fuerzas con su entorno.

Yo las observaba sentado en la silla y apoyado en el barandal de la orilla. Durante mucho rato ni ellas ni yo hicimos el menor movimiento. De pronto el viento comenzó a soplar a nuestro alrededor, todas las luciérnagas-pop salieron disparadas, brillando en todo su esplendor y emitiendo su concierto barroco. Fue como si todas las cosas buenas susurraran a mi alrededor en aquella oscuridad.

Fue mucho después de que aquellos grandiosos ejemplares levantarán el vuelo que me di cuenta del extraño suceso que se había desplegado ante mis ojos y oídos, así, de repente. La oscuridad se había tornado en otra cosa al mirar cómo describían sus diferentes arcos. La dinámica de su melodía parecía obligarlas a recuperar el tiempo perdido, mientras habían estado cautivas.

Me quedé observándolas y escuchándolas, mientras trazaban sus líneas de luz y sonido y se extendían en el viento, al volar hacia lontananza.

Aún mucho después de que las luciérnagas-pop hubieran desaparecido, el rastro de su maravillosa existencia y actuación permaneció largo tiempo dentro de mí. Aquellas pequeñas llamas, semejantes a espíritus positivos que buscaran un destino ansioso en el cual depositarse, siguieron moviéndose por aquella oscuridad de mis ojos cerrados.

La eternidad debería ser así, me dije. Y alargué la mano repetidas veces hacia la oscuridad de esa noche, pero no pude tocarla. La luz y su música hacían que dicha espesura quedara muy lejos de las yemas de mis dedos. Son auténticas “Bacharachs”, afirmé y me prometí ir a buscar a aquella que me había hablado de ellas.

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