Por SERGIO MONSALVO C.

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Hay veces en que la realidad debe parecerse a un comic, o serlo, para ser escuchada.

Si no fuera así, de qué otra manera nos daríamos cuenta de que algo se rompe al oír gráficamente un ¡Crash!; o que alguien llora (¡Snif Snif!) o aplaude (¡Clap Clap Clap!).

Desde niño uno recibe educación en ese sentido, tanto los padres como los primeros libros van formulando vocablos cuya sonoridad recrea algo que al escucharlo cobra el significado requerido.

Pero no solamente puede ser algo, del entorno, sino igualmente un acto, una acción, a la cual representar.

Existen miles de ejemplos al respecto y cada idioma posee los suyos o los adopta o adapta de otros a sus necesidades.

Los hay tan elementales como los que imitan los ruidos de los animales (Guau, Miau, Oink), de los humanos, como la tos (¡Coff, Coff!), los besos (¡Mua!), el que se hace para llamar la atención de alguien (¡Psst Psst!), o los artificiales, como el de los disparos (¡Bang! ¡Bang!), una explosión (¡Boom!) o una cerradura que se abre (¡Click!).

Asimismo, están los vocablos de las personas para darle significado al dolor (¡Ouch!), al desprecio (¡Bah!), a la risa (¡Ja Ja Ja!), etcétera.

Sin embargo, hay otros de esos vocablos utilizados por la gente que se usan para evocar, trasmitir, definir una situación, un sentimiento, un estado anímico.

En el rock esta herramienta lingüística ha encontrado un fértil campo de cultivo, un lugar para la exposición y hasta una razón de ser.

En el comienzo de su tiempo se encuentra una y sólo una expresión que retrata la emotividad y la salvaje energía que posee el género: “¡A-womp-bomp-a-loom-op-a womp-bam-boom!”, que abre el tema clásico “Tutti Frutti” de Little Richard.

A la que siguió la no menos popular “Be-Bop-A-Lula” del igualmente peligroso Gene Vincent.

A partir de entonces, las onomatopeyas han acompañado al rock para nombrar subgéneros (Doo-wop), canciones (“Do-do-do-da-da-da”), grupos o ilustrar portadas de discos, entre otras manifestaciones.

La inspiración para hacer de ello además un arte proviene de la raíz dadaísta del género, movimiento vanguardista que tomó a la onomatopeya e hizo de ella teatro, pintura, canto, poesía, anti arte en general y declaración de principios.

Dicho movimiento lanzó, entre su infinidad de propuestas, la poesía fonética que influiría a otras corrientes artísticas en el futuro.

El poema fonético estaba inspirado, en su origen, en los lenguajes africanos más básicos (producto de la reciente relación estética con dicho continente a través del fauvismo y el primitivismo).

Y fue creado como rechazo radical del uso de la palabra que tenía el sistema contra el que luchaba el movimiento.

Tenía un carácter de revuelta contra el lenguaje mismo (finalmente, la herramienta de la que se vale el poeta para ejercer su oficio), al que considera alienado e incapaz de producir significación en la sociedad capitalista.

Los dadaístas lo consideraron el reducto último de la individualidad. No aspiraba más que a comunicar un simple sonido primigenio, aquel que posibilita toda lengua, todo discurso, pero del que nadie puede ser propietario.

En este sentido, la poesía fonética supone para tales artistas tanto la destrucción del lenguaje como su salvación, pues en su renuncia al significado, la voz encuentra una tierra libre donde cantar.

“Desde que las letras empezaron a ser incluidas en las fundas de mis discos –escribió Jarvis Cocker, ex líder de Pulp– siempre he incorporado las siguientes instrucciones: ‘Por favor, las letras no deben ser leídas mientras suena el disco’.

“Eso se debe a que lo escrito sólo existe para ser parte de algo más: una canción, y cuando lo contemplas impreso en una página lo estás viendo extraído de su hábitat natural, lejos de ese ‘algo más’.

Leer la letra de una canción sin su música es como ver la televisión sin sonido: sólo recibes la mitad de la información. Nunca se te ocurre escuchar el sonido de la batería aislado de los otros instrumentos. Y, en especial, no quiero que la gente extraiga las letras de su hábitat natural mientras suena la música.

“Por lo general, cuando lees algo tiene el tempo natural de la manera de hablar, pero en una canción debe adaptarse al ritmo de la música que lo acompaña. Las letras son las palabras de una canción”, hasta aquí Jarvis.

Y las onomatopeyas, diría yo, son un terreno aportado por los rockeros para expandir, enfatizar o describir las emociones. Es una tierra ignota del lenguaje, donde se ejerce la libertad expresiva en beneficio de la música.

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