Por SERGIO MONSALVO C.

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En la época en que vivimos los artistas o quienes pretenden serlo usan la “desaparición” como una de las formas publicitarias, como modo de promoción (es una “tentación» moderna, dicen los sociólogos). Y significa dos cosas: que quieren evitar que los encuentren (por alguna causa ignota y que ésta se haya descubierto) o hacerse los misteriosos (para luego reaparecer con una historia falsa y divulgada para que se haga viral).

Siempre hay que desconfiar de aquellos que anuncian por los medios su mutis o retiro (nunca hay nada de espiritual en ello), porque regularmente  no tardan en regresar para gritar a los cuatro vientos que han roto el silencio porque han tenido una epifanía, y que ésta se manifestará en su siguiente obra (que curiosamente ya se ha filtrado en Internet).

Por eso sorprende la coherencia de los que desaparecen así, sin más, y sin explicaciones. Pero eso sucedía en el pasado, que como se sabe es otra dimensión, un país extraño. Fue el caso del saxofonista Coleman Hawkins, conocido como Hawk, que obtuvo el reconocimiento de todos sus colegas del medio, cuando éste importaba. Y que con los años, se ganó un lugar en las antologías de su generación al lado de  otro gigante del jazz como Ben Webster.

Ambos vivieron en el mismo Parnaso jazzístico (repartido históricamente entre Chicago, Kansas City y Nueva York) cuando otros apenas se empeñaban en escalar hacia él. Sus estilos se convirtieron en un mito; sus batallas y desafíos en escena en legendarias, y en un hito para los músicos jóvenes.

Cuando Hawk empezó a desaparecer fue de manera involuntaria. La misma velocidad en la copia de su estilo, tanto como los cambios y las evoluciones dentro del género lo propiciaron. Así que aun cuando él no lo hubiera decidido, convirtió su difuminado  en todo un arte, trágico por completo, eso sí, y por donde se le vea.

Los músicos por lo general tienen ciertas maneras de desaparecer: dejar de publicar discos, una, y dejar de hacer vida pública, la otra.

En esta historia eran los comienzos de 1963. Hawk estaba tumbado en su cama de hotel, haciendo un ligero hueco en el colchón blando, convencido de que podía sentir cómo se encogía desvaneciéndose en la nada.

Durante los últimos tiempos se había alimentado de mantequilla y galletas, pero incluso ya les había perdido el gusto. Cuanto menos comía más bebía, ginebra con jugo de cereza, Courvoisier y cerveza… Bebía para diluirse, para desaparecer un poco más.

Luego se había levantado, lastimosamente y acercado a la ventana, quizá para ver con melancolía el paso de los músicos hacia el club cercano. Quizá sólo para ver algún movimiento y corroborar que no estaba muerto o sí. Así eran los días de Coleman Hawkins desde no sabía cuándo y le parecía que iba a seguir así hasta el fin de los tiempos

Él que había convertido el sax tenor en un instrumento de jazz, él que definió la manera en que tenía que sonar: voluminoso, a garganta plena, enorme. O sonaba como él o no sonaba a nada. Ahora estaba parado ahí, o echado, un poco ebrio, en un momento tranquilo de la tarde. Viendo pasar la vida y reuniendo cualquier energía posible para ir a servirse otro trago cuando sonó el teléfono…

Eran los comienzos de 1963. Sonny y su sax tenor de tiempo atrás habían dejado de dar conciertos, de grabar y de tocar en clubes. Se decía que él, Sonny Rollins, había decidido escapar del círculo vicioso en que se hallaba metido debido a la saturación de actuaciones y a la adulación del público.

Unos años antes había alcanzado una gran madurez musical. Muy pronto empezó a ganar en todas las listas de popularidad, y sus discos eran considerados como ejemplos de «pasión desinhibida», de «fuerza interior», etcétera.

Era 1963 y el jazz moderno ya no se enfrentaba con el problema del descubrimiento y la elaboración de su lenguaje básico, sino con la necesidad de establecer algún tipo de síntesis dentro del idioma y con la de ordenar su material.

En ese preciso instante se encontraba Rollins con respecto a su instrumento, a su estilo. Fue cuando decidió volver a tocar, reencontrarse con sus raíces, con sus ídolos. Tomó el teléfono y llamó a Hawk…

El encuentro se dio en el mes de febrero y fue anunciado como la reunión del jefe del sax tenor moderno con el padre del mismo instrumento. Los resultados —a pesar de la baja forma de Hawk y los problemas existenciales de Rollins— fueron excelentes. Los estilos se combinaron a la perfección gracias a la robusta y extrovertida forma de tocar de Coleman y al fraseo firme y seguro de Sonny.

Seleccionaron temas clásicos como «Yesterdays», «All the Things You Are», «Summertime» y «Lover Man», entre otras, para mostrar cada uno su personalidad. La veteranía y sapiencia se conjugaron con la complejidad técnica, el poder y la soltura.

El sax de Rollins derrochó emoción (desde las notas graves, parecidas a las de un cello, hasta los atrevidos gritos del registro agudo); Hawkins derrochó vida, la que le quedaba.

Era 1963 cuando Sonny y Hawk se conocieron, cuando Rollins comenzó a convertirse en maestro de su material; cuando Hawkins comenzó a transformarse en tradición. El momento quedó grabado en el disco Sonny Meets Hawk (de 1999).

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