Una historia

De monstruos y de hombres

Por SERGIO MONSALVO C.

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Cuando nos trasladamos, aunque sea por breve tiempo, a un lugar diferente al que vivimos todos los días pueden suceder muchas cosas. Entre ellas –si se le pone la debida atención—es muy probable que se descubra, perciba y hasta se palpe la poesía en alguno de sus estados: sólido, líquido o gaseoso. Y más si tal lugar se encuentra en las antípodas de la propia cotidianeidad.

La poesía surge en un mundo distinto, cercano o distante de uno. Eso lo han dicho tanto los poetas como sus lectores, que son guiados por quien la escribe al susodicho lugar desde donde les habla el autor: en pasado, presente, futuro u otra ubicación incógnita.

A mí me sucedió en medio de todos sus estados y con expresiones tan antiguas como contemporáneas. En un mismo punto se me manifestaron todas esas cosas juntas. Tuve acceso al mundo poético y misterioso de los kenningar, esos enigmas que tipifican los escritos ancestrales nórdicos.

Lo definido y lo indefinido, lo limitado y lo ilimitado, el principio y fin de indefinible esencia. Lo prosaico y lo maravilloso otorgándole sentido a eso que llamamos realidad.

Y ésta no tiene que ser esa bien iluminada autopista de cuatro carriles, hecha de tartán, con rayas y fantasmas reflejantes, con un teléfono para emergencias colocado cada medio kilómetro y toda clase de señalamientos sobre la velocidad, la ubicación, el estado del tránsito, con informes luminosos sobre los embotellamientos, las intrusiones climáticas, las reparaciones llevadas a cabo, las desviaciones y opciones de vialidad. No.

También puede ser la más solitaria carretera vecinal, de sólo dos carriles (de ida y vuelta), sin iluminación y una simple raya divisoria, un teléfono emergente sin localización, en medio de montañas congeladas y campos de piedra volcánica. Soledad y silencio únicamente rotos por la monotonía de un motor peregrino y aprensivo.

Un lugar en el tiempo y en el espacio geográfico donde es posible que  sucedan historias de monstruos y de hombres. De las más prosaicas a las más fantásticas. Un lugar donde lo prehistórico sea el presente y también el susurro del futuro. Ahí se abre mágicamente una brecha dimensional surgida de la nada, tal vez del instinto de sobrevivencia.

Esa brecha es la poeticidad ubicua que nos arranca de un mundo estático, racional, donde todo tiene un significado y valor dados, y nos conduce, con la magia de su recitado, a donde todo en esa naturaleza está entrelazado.

Sí, entrelazado a un reino en que la alegoría –y no solo ella, sino todas las figuras del lenguaje y del pensamiento– son reales y tienen vida propia. Un mundo de encuentro entre monstruos y hombres, como ya dije, en que cada acontecimiento es símbolo de una verdad inefable por nimia que sea, de la que no sabemos ni sabremos el por qué.

Es como un mandato o fuerza que provoca, tanto como mantiene, la unidad de ese encuentro al que podemos asociar a la voluntad del azar como a su ley como momento único en el tiempo.

Y ese momento me apareció por fortuna en un lugar llamado Geysisstofa, de obligada visita por la actividad y espectáculo de sus géiseres, que combina con una gasolinera de muchas y ordenadas filas, un inmenso restaurante, tiendas varias de souvenirs y viandas y decenas de camiones turísticos, autos y gente venida de doquier.

Ahí lo percibí, en dicho comedero, mientras degustaba un magnífico potaje caliente conocido como kjötsúpa, hecho a base de carne de cordero y vegetales. Maravilloso y reconfortante, al igual que los Islenskt Brennivín que me tomé, a pesar de la advertencia lugareña de que era una bebida que hacía hervir el hielo.

Ahí, al sentir el calor que producían el potaje y la bebida, y tras observar por enésima vez cómo los turistas se enfilaban hacia esos eternos respiraderos de la Tierra,  sentí literalmente cómo se deslizaba el aroma de un kenningar.

Venía contenido en la prosa de una narración casual, en la fugacidad de una anécdota restaurantera, pero lo hacía envuelto en la cristalización alquímica y en las asociaciones de imágenes, de símbolos y de palabras que evocan siempre, con su ritmo y significado, ese instante de encuentro antiquérrimo que se desliza con tiento hasta nuestra razón.

Unos comensales sentados en la misma mesa comunitaria que yo empezaron a contar acerca de un incidente que acababa de suceder entre dos distantes puntos turísticos. Lo hacían sin reparar mucho en los cientos de kilómetros que separaban al uno del otro. Lo cual tornaba el hecho, para mí, en pura mitología encarnada.

La policía local fue alertada por el caso de un niño asiático que había sido encontrado vagando solo por aquella infinita carretera, en pijama y con su oso de peluche en la mano. Lo descubrieron unos viajeros que pasaban por ahí y dieron rápido aviso a las autoridades, quienes les pidieron permanecer en el lugar exacto del encuentro.

Ellos se desplazarían hasta el sitio en una patrulla, a la que acompañaría una ambulancia y algún paramédico. Mientras emitirían un aviso a todos los puntos de visita para saber si había denuncias sobre la desaparición. Se movilizaron decenas de personas para rescatar al niño y esclarecer el hecho.

Yo comencé a imaginarme la situación del infante. Un niño y su oso de peluche caminando por la naturaleza primitiva, rodeados por las piedras y cuevas donde los dioses más antiguos mantenían ocultos y exiliados a esos hombres a los que una plaga había transformado en monstruos. Los  habían condenado a estar al acecho. Listos para aniquilar a cualquier extraño.

Lo esencial del relato es la relación íntima entre ese nin?o, que aún no entra en la edad de la razón, y que descubre y enfrenta un mundo ma?gico con reglas extran?as, donde habitan seres humanos que han sido maldecidos. Es la terrible fantasía que vive en un país ajeno en términos de la magia del pasado.

Eran monstruos gigantes y terribles que tenían como objetivo ponerle fin a cualquier vida que se les cruzara, escarmentar al humano que se atrevía a desafiar los designios o al destino escrito tiempo ha.

¿Pero y ese niño? ¿Qué era? ¿La víctima inocente? ¿Una carnada? ¿Y el oso? ¿De qué manera enfrentaron esos monstruos tal situación con ese pequeño extraviado? ¿Por qué lo devolvieron a los hombres finalmente?

La maldición aportaba un clima inquietante y ambiguo. ¿Seguían siendo los monstruos criaturas igual de complejas que cuando eran humanos, con emociones y pensamientos propios, a pesar del sortilegio sin caducidad de las deidades? Un enigma, un misterio que la poética cotidiana mantendría para sí, ocultando lo extraordinario de dicho encuentro.

En las averiguaciones posteriores se pudo conocer el nombre del niño, que llevaba un brazalete con su nombre y un número telefónico anotado en él.  Los agentes se comunicaron a tal número y supieron que se trataba de una familia japonesa que visitaba el país en plan vacacional.

Cuando les mencionaron lo del niño, dijeron que eso era imposible, que el suyo estaba durmiendo en la parte trasera de la camioneta camper en la que viajaban.  Describieron el último lugar en el que habían estado. Dejaron al niño durmiendo en el vehículo, bajaron a visitar el lugar y partieron luego rumbo al siguiente punto, en el que ahora estaban.

La policía los instó a revisar de nueva cuenta la presencia del infante. Fue cuando se dieron cuenta de que no estaba. Seguramente mientras tomaban fotos en aquel lugar el niño se despertó y al no verlos salió a buscarlos. Así fue encontrado. Deambulando solo ante la inmensidad de la nada (plagada de agujeros milenarios, empinados acantilados, profundos ríos, enormes cascadas, nidos de animales, extensos terrenos volcánicos y frío glaciar).

Recordé entonces los versos que un tal Borges le dedicó al territorio: “De una selva de hierro y de su lobo/ Y de la nave que los dioses temen./ Labrada con las uñas de los muertos/ Islandia, te he soñado largamente/ Desde aquella mañana en que mi padre/ Le dio al niño que he sido y que no ha muerto/ Una versión de la Völsunga Saga/ Que ahora está descifrando mi penumbra…”

Al ponerme en el lugar del niño y me dieron fuertes escalofríos y pedí, por lo que más quisieran, otro de esos brebajes que hacen hervir el hielo.

(Como fondo musical para apoyar esta narración he recurrido a la obra del grupo islandés, muy ad hoc, Of Monsters and Men)

 

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