646.Iluminaciones (Arthur Rimbaud) (Libros Canónicos 40)

Por Sergio Monsalvo C.

La lectura precisa de la obra de Arthur Rimbaud (1854-1891) comenzó hasta la segunda mitad del siglo XX, gracias a la poesía beat y al surgimiento del rock and roll, con todos los cambios que ambas cosas formularon para la vida cotidiana: su gusto por los excesos y la errancia en la que quemó sus días como adolescente, con lo cual quiso con su ojo feroz enseñarle la vida al mundo.

A partir de la aparición del rock se acomodaron las cosas. La poesía rimbaudiana tardó más de medio siglo en rendir frutos concretos, palpables para el acontecer diario. Hoy, a 150 años de la aparición del libro de Las Iluminaiones, aquel adolescente maldito se lee tanto como se «escucha”.

En lo referente a su “escucha”, el rock —desde Elvis— ha aplicado sus visiones, actos y palabras a su historia consuetudinaria. El decálogo del poeta se aplica desde hace setenta años y perdurará por siempre en la memoria de la especie. La de Rimbaud es una lectura más que obligada para cualquier rockero, de la generación que sea. En él se encuentra su esencia.

Arthur Rimbaud, el adolescente ardenés un poco tosco que llega a la casa de Paul Verlaine en el mes de septiembre de 1871, es un poeta dueño ya de un dogma y un método. El dogma se llama Videncia; y el método es una «larga, inmensa y razonada desintegración de todos los sentidos» (según una carta enviada por él hacia el 15 de mayo de 1871).

Rimbaud quiere ser poeta, un trabajador de ello. Su forma de hacerlo consiste en negarse a realizar cualquier labor ajena a la exploración metódica de la Videncia, la cual alcanzará más mediante la «disolución» y a través de una nueva especie de ascetismo. «Quiero ser poeta y trabajo en hacerme vidente».

La mencionada carta –llamada «del Vidente– define el programa de una poesía tendiente a la vez hacia la exploración de lo desconocido y los altos designios de una triunfal marcha hacia el progreso. Rimbaud condena con violencia al «sinnúmero de generaciones idiotas» de letrados y versificadores, porque no han presentido nunca la función vital y el papel activo de la poesía. El poeta, al decir de Rimbaud, es el que roba el fuego; su meta es la de arribar «a lo desconocido», a fin de traer a los demás hombres algunas chispas del fuego prohibido, pues el poeta se encuentra «a cargo de la humanidad».

Siempre encontraremos, en el corazón de la obra y la personalidad del poeta francés, la dualidad esencial de la suprema fuerza anárquica y el más grande sentido del sistema. Visionario, indudable, pero un visionario sistemático y, por así decirlo, científico. El poeta es así el «El Supremo Sapiente».

Rimbaud cuenta (y en ello radica una de sus mayores originalidades) con un «método» para arribar a lo desconocido. El poeta debe «cultivar su alma», someterse a todas las experiencias posibles y liberar dentro de sí las facultades visionarias, de una manera consciente y «razonada».

El primer medio para ello consiste en recurrir a las sustancias que hacen salir de las categorías del espacio y del tiempo. Sin embargo, el «método» del aprendiz de la videncia no se agota con ellas.  El ayuno, el trabajo nocturno (al cual Rimbaud se entrega hasta caer en un estado semejante a la ebriedad) y la disolución sexual son otros tantos medios.

Experiencias excesivas y peligrosas que pueden arrastrar al practicante más lejos de lo que al principio se imagina. Este entrenamiento para la Videncia duró más de un año, moldeando en forma decisiva el carácter y la visión poética de Rimbaud.

Cuando el joven poeta llega a París, lo embarga, pues, un desprecio casi íntegro hacia toda literatura existente; tiene la intención muy deliberada de desarrollar su experiencia vidente y muy pronto encontrará una oportunidad perfecta para «desintegrarse» de manera más profunda: burlándose de los valores morales consagrados y arrastrando a Paul Verlaine al «infierno». Rimbaud buscará en sus relaciones con él otra forma de «disolución».

Este joven de 17 años restablecerá al poeta en sus funciones demiúrgicas, adjudicándole como finalidad no tanto la de descubrir un mundo sobrenatural, como la de crear otro mundo, de hacer «oler, palpar, escuchar sus invenciones», de adquirir un poder verdaderamente mágico.  En esto radica el gran sueño de Rimbaud y su suprema ilusión.

Fue un poeta genial, generador del simbolismo (fuente primordial del dadaísmo, surrealismo y decadentismo), el que utilizó por primera vez el verso libre, el que definió la estética moderna, el que certificó el viaje y la errancia para ser feliz. Rimbaud fue el que instauró la vestidura bohemia y el pelo largo, fue el primero en divertirse provocando. Aprendió a unir los sonidos de la naturaleza a las voces oscuras que oía dentro de sí y a manifestar esa sensación con el ritmo de unas palabras únicas y propias.

La experiencia esencial y central de la «iluminación» forma el punto de partida de todos los poemas en prosa de este poeta; quedó marcado por este esfuerzo desgarrador de ver «otra cosa», de «encontrar una lengua».

Entre más se analizan las Iluminaciones, más se hace patente que se trata de una colección de inspiraciones diversas, desligadas las unas de las otras.  Enseguida de piezas optimistas en las que brillan la alegría y la esperanza, hay otras sombrías y angustiadas; al lado de textos producto de aparentes alucinaciones, otros de carácter netamente descriptivo.

Por esta circunstancia, es probable que los poemas daten de varias épocas. Algunos poemas de las Iluminaciones ciertamente reflejan recuerdos de viajes.  No obstante, lo que se repite con más frecuencia es la aplicación de una «fórmula», que sería el esfuerzo por presentar una visión «perturbadora» de la realidad, pretensión que responde a exigencias a la vez estéticas y metafísicas. No debemos olvidar que dedicó mucho tiempo a ese entrenamiento en el manejo de la alucinación; a desterrar de su espíritu los razonamientos lógicos, y a recobrar los «encantamientos» de la infancia.

Pasó relativamente pocos apuros para reencontrar esta actitud ante las cosas, propicia a todos los enervamientos, puesto que al fin y al cabo acababa de salir de la infancia y desde siempre se había rebelado contra las «nociones» aprendidas, los hábitos y las convenciones.

En caso de haber empleado un procedimiento específico para crear algunas prosas descriptivas de las Iluminaciones, éste no tuvo nada de arbitrario ni de artificial; sería más exacto hablar de «impresionismo», en el sentido dado a la palabra por Proust al afirmar que el esfuerzo consistía en «disolver este agregado de razonamientos que llamamos vista».

Además, Rimbaud se negó a proporcionar a las sensaciones y a las asociaciones de ideas un orden lógico impuesto desde el exterior.  Respetó el brote tumultuoso del flujo mental, inventando de esta manera un nuevo lenguaje poético en el que lo concreto y lo abstracto son los aspectos intercambiables de una sola realidad.

La estética de Rimbaud tiende a librar al arte y al espíritu de las limitaciones impuestas tanto por el conceptualismo como por la realidad material; suprime las categorías del tiempo y del espacio, pasa por alto el principio de identidad, asocia los elementos más alejados entre sí y más contrarios, el mar y el cielo, lo concreto y lo abstracto.

En este poeta, el caos no equivale a dispersión; su visión siempre posee un carácter vigorosamente activo y sintético. En el punto de partida de cada poema se encuentra, para retomar su propia expresión, el impulso creador; cada poema es un sueño intenso y rápido: exactamente una Iluminación.

Para los jóvenes de cualquier edad, el rock es un lenguaje heredado del poeta, que se utiliza tanto con miras a cortar con el ambiente particular, como para comunicarse. Con él se trata de perderse en el mundo…para encontrarse. El progresismo musical y lírico lo caracteriza: en la búsqueda por la diversidad formal (“el robo del fuego”) y su constante preocupación existencial por ello. ¿Hay algo más rimbaudiano que el rock? Él escribió “Yo soy Otro”, para que los rockeros pudieran decir: “Rimbaud es Nosotros”.

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