Por SERGIO MONSALVO C.

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En la guía para el rockero auténtico hay mínimamente tres lugares que visitar durante una estancia en París. La tumba de Jim Morrison en el cementerio Pére LaChaise, El club Bataclán (no por la causa terrorista y mórbida, sino por la mítica actuación del Velvet Underground & Nico en tal sitio) y la librería Shakespeare & Company.

Los dos primeros suenan lógicos, pero ¿una librería?, dirá el aficionado al rock que no lo es de verdad, puesto que ignora la historia de la cultura tanto como la cultura del rock. Y eso pone en evidencia su falta de autenticidad, su pose mixtificadora. Es una mancha para la cofradía.

Pero dejaré de hablar de esos falsarios para enfocarme sólo en los que son de verdad. Ellos saben que tal lugar es sagrado por varios motivos, a cual más enriquecedor. La poética que dicho nombre emana ha vibrado por un siglo, independientemente de su ubicuidad o época y su leyenda será eterna.

En el origen hubo una calle, la rue Dupuytren, en cuyo número 8 se instaló por primera vez la librería en noviembre del año 1919. La Primera Guerra Mundial apenas había finalizado y la capital francesa contaba a sus heridos, sus muertos, sus pérdidas y lamentos. Así que quienes llegaran a ella para vivir y ayudar a restituir la vida cotidiana eran bienvenidos. A diferencia de otros lugares, la cultura era un elemento de valor primordial para tal restablecimiento y las autoridades dieron facilidades para que tal cosa sucediera.

La librería con el nombre del bardo británico y amigos que lo acompañaban la instaló y dirigió primeramente Sylvia Beach, una estadounidense oriunda de Baltimore, la tierra de Poe. Ella era entonces una mujer de apenas 30 años de edad, que había viajado reiteradamente por Europa tras la conflagración mundial y decidió quedarse en París para estudiar Literatura Francesa.

Al buscar libros de texto conoció a Adrienne Monnier, dueña de una librería, quien además de convertirse en su íntima amiga la introdujo en los círculos literarios franceses. Sylvia tuvo la idea de abrir una sucursal de la librería de Monnier en Nueva York, pero como sus recursos no eran suficientes para ello, optó por abrir una librería de habla inglesa en París, a la que nombró Shakespeare & Company.

Al crecer su negocio y clientela, se trasladó en 1921 al número 12 de la rue de L’Odéon, frente a La maison des amis des livres, la librería francesa que pertenecía a su amiga y ahora compañera sentimental. La calidad y  contenido de ambas librerías atrajeron a los mayores talentos de la escena literaria tanto francesa (André Gide, Paul Claudel, Paul Valery, Henri Michaux, Jaques Lacan, entre ellos, a cargo de Monnier) como  anglosajona (residentes o de paso, como Samuel Beckett, Man Ray, James Joyce, Gertrude Stein, T. S. Eliot, Ezra Pound, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, nada menos que la Generación Perdida,  bajo el manto de Beach).

Al tender puentes entre ambas literaturas, al proporcionarle a los escritores el acceso a libros (comprados o prestados) que de otra manera hubiera sido improbable que leyeran, ese fragmento de calle, esas pequeñas grandes librerías, se convirtieron en un importante centro de difusión cultural, justo en el momento en que “París era una fiesta”, según Hemingway.

Pero además, Beach tuvo otros méritos: como librera siempre se preocupó porque la palabra librería no lo fuera sólo en la acepción de “local para vender libros”, sino que tras ello hubiera el involucramiento de su vida personal con el objetivo del establecimiento: una real interrelación con sus clientes asiduos y atención personalizada para los clientes incidentales.

Esas personas que se detienen ante el escaparate donde contemplan la exhibición de una exquisita selección de las últimas novedades o de los clásicos. Miran novelas, ensayos, libros de viajes, de historia, de poesía, algunas memorias, todos con portadas discretas o llamativas.

Y si después de recrearse con ello la persona decide convertirse en cliente y entrar al establecimiento, al abrir la puerta escuchará sonar una campanita y en un ámbito reducido, pero ordenado, lleno de un silencio penetrado por ese ligero olor a misterio que desprenden los libros, descubrirá en un rincón la figura de una mujer, todavía joven, tras una mesa iluminada con una luz cálida.

Esa librera será ella, Sylvia Beach (aunque su verdadero nombre sea Nancy Woodbridge), con el pelo corto à la mode, la blusa y saco oscuros. Ella sigue trabajando luego de saludar al cliente, quien, tal vez, no encuentra lo que busca. Eso bastará para que se disponga a ayudarlo, porque lo sabe todo acerca del libro requerido, con todos sus pormenores puesto que ya lo ha leído. Y si está agotado en sus existencias, mañana mismo lo solicitará a la editorial respectiva y el cliente, si lo desea, lo tendrá próximamente en sus manos.

Ella servirá igualmente de guía a los autores, les hará listas de lecturas a realizar (todos saben que su acervo es de la más alta calidad y buen gusto literarios), establecerá contactos entre ellos, será oyente de sus escritos y depositaria de sus pertenencias, correspondencia, cuitas o confidencias, de ser necesario.

Estará orgullosa de ser independiente (en dirección, criterio) puesto que su intención estética es hacer llegar a sus lectores la información sobre las expresiones literarias que se crean en el habla anglosajona, al margen de los canales más comerciales, y que representan las opciones de mayor avanzada dentro del género. Búscará de la expansión de las fronteras mentales y geográficas, sin restricciones y con una propuesta siempre lejana a los clichés. De esta manera, influirá también en otros ámbitos de la cultura.

Beach fungió también como editora y vaya con que título comenzó: el Ulises de James Joyce. Este último había llegado a París con una recomendación para la librera de Sherwood Anderson. Y ésta desde entonces ejerció un papel casi materno para con el escritor irlandés, hasta llegar al punto de la edición de su libro.

Tras su aparición en 1922 fue considerada una obra maestra y constituyó el encumbramiento para el escritor. Una novela avant-garde que en palabras del propio Joyce “pretendía no sólo condicionar, sino también generar su propia técnica literaria”, y lo hizo en cada capítulo con monólogos interiores y toda clase de herramientas técnicas escriturales. Una maravilla literaria.

La fama del escritor y de la librería se consolidaron y las siguientes décadas fueron de auge y dinámicas para Shakesperae & Co. El público fluía, así como los autores destacados. Pero llegó la Segunda Guerra Mundial, la invasión de los nazis a Francia y la visita en 1941 de uno de sus generales al inmueble, con la exigencia de que le vendieran el primer volumen, de la primera edición del libro Finnegan’s Wake, del mismo Joyce.

La negativa de Sylvia Beach a hacerlo le acarreó el cierre del negocio, el arresto y la prisión de medio año en Vittel. Luego de muchos vericuetos para su liberación y tras el fin de la conflagración ella ya no volvió a abrir la librería. Se dedicó a escribir una autobiografía, fundamentada en sus quehaceres y andanzas en Shakespeare & Company, nombre con el que tituló a la postre su delicioso y sustancial libro de memorias aparecido en 1959, con innumerables reimpresiones.

Tuvo que pasar casi una década para que alguien retomara su trabajo cultural. A partir de los años cincuenta lo hizo George Whitman con Le Mistral y a mediados de los años sesenta con el nombre de Shakesperare & Company en homenaje a Sylvia Beach, luego de su muerte, el 5 de octubre de 1962.

(Mismo día en que los Beatles grabaron su primer sencillo para la compañía  EMI Parlophone: “Love Me Do” y “P.S. I Love You”, y apareciera la primera película de James Bond, Dr. No. Y año en que los Beach Boys editaran su primer LP, Surfin’ Safari, y surgieran grupos como Status Quo, The Animals y los Rolling Stones).

Withman tuvo en la aventura la colaboración de otro librero indómito: Lawrence Ferlinghetti (poeta beat, fundador y dueño de la libraría City Lights en San Francisco), quien se involucró en el contenido y la divulgación de la librería francesa entre los autores de la Generación Beat (Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William Burroughs, Gregory Corso), otros escritores marginales y no, y entre todo rockero californiano que fuera a emprender una tour por Francia.

Desde entonces han sido muchos los músicos que han sido influenciados por Joyce: Magma, U2, John Cage, Robert Wyatt, Autechre, Therapy, Jefferson Airplane, Kate Bush, Kraftwerk, Lou Reed, Van Morrison, The Pogues, et al, además de infinidad de escritores: Samuel Beckett, Jorge Luis Borges, John Updike o Salman Rushdie, entre otros.

La librería instalada en el número 37 de la rue de Bûcherie, cerca de la plaza de Saint Michel, frente al río Sena y muy cerca de Notre Dame, tomó para sí los conceptos de Beach y ahora es quizá la librería más famosa en el mundo, ejerciendo su labor de gran leyenda desde esa pequeña placita de la ciudad Luz, por la que revolotean cientos de visitantes cada día. Todo libro que se compra ahí recibe como regalo la impresión del sello de la misma, con la imagen del bardo inglés, rodeado por el lema “Kilometer Zero Paris” y el nombre de la librería: Shakespeare & Company, un tabernáculo inconmensurable.

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