Platillo frío

Delirio islandés

Texto y fotos SERGIO MONSALVO C.

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Me porté mal, debo admitirlo. Me venció, una vez más, esa tendencia de mi carácter a dejarme llevar por el perfume del aroma femenino. No hubo en mi compañera la certeza de que aquello se haya dado, pero sí la sospecha y eso a veces es mucho peor: la venganza se sirve, entonces, como plato frío. Bien frío, en este caso.

No puedo evitarlo, lo he intentado de verdad, así como “gustar de la naturaleza”, que sí está en el gusto de ella: soy un empedernido de los espacios urbanos concretos, del acero y del vidrio, de lo civilizado. Voy a contracorriente, de lo que actualmente se acostumbra, lo sé.

No me llaman la atención los escritos sobre los bosques o sobre los pájaros que pretenden enseñarme cómo contemplarlos y aprender de ellos. De hecho, desde mi temprana visión de tales cosas pongo a Los pájaros (de Hitchcock), y los ejemplos del cine de terror con la campiña de fondo, como mis parámetros. Mi ave preferida es el pollo rostizado y mi aprecio por la naturaleza se limita a un jardín con el pasto recortado.

Esto lo he dejado bien claro, siempre, Así que por ahí fui atrapado. Las siguientes vacaciones veraniegas serían en Islandia y recorreríamos en auto aquella tierra misteriosa y congelada, con apenas unos días en su capital y visitas a “toda maravilla natural” que se nos cruce. Punto final del veredicto.

Me consolé pensando en las grabaciones raras que encontraría in situ sobre Björk, Sigur Rós o Gus Gus (quizá algún concierto); en la aplicación que hace de la tecnología de punta un país primermundista, en el acercamiento a un idioma tan extraño como el islandés, etcétera, cosas así.

La mayoría de vuelos desde Ámsterdam a Islandia llega de madrugada al Aeropuerto Internacional Keflavik, a 50 kilómetros (casi en línea recta) de Reykjavik. Sin duda, el verano es la mejor época para viajar ahí. La nocturnidad en esa isla remota, próxima al Círculo Polar Ártico, no es oscura sino azul grisácea, con esa tonalidad insospechada que inunda las regiones árticas cuando el sol se resiste a salir de escena.

Sin embargo, con el cansancio encima, cierto frío, el horizonte ignoto y la soledad inmensa frente a nosotros, decidimos alojarnos en un hotel cercano al aeropuerto y salir al día siguiente hacia la ciudad en algún autobús.

Tras un fantástico viaje diurno a través de un paisaje de ciencia ficción, este anonadado viajero llega por fin a Reykjavik. Toda aprensión se diluye entre los colores vivos de sus fachadas de puerto viejo, que contrastan con el ambiente de ciudad moderna, activa y joven, en la que vive la tercera parte de los habitantes de Islandia.

Mis limitados conocimientos acerca de este país (isla habitada por 333 mil habitantes y vinculada a Dinamarca hasta 1944) se remiten en este momento a cinco temas: al llamado “juego del siglo” de ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky, en 1972; a la cumbre política entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, en 1986, que precedió al fin de la Guerra Fría.

Asimismo sé sobre la caída económica que sufrió durante la crisis global del 2008 y de su resurgimiento actual, hasta volverse a colocar como el tercer país más desarrollado del mundo.

Leí acerca de la erupción del volcán Eyjafjallajökull en el 2010, que lanzó una nube de ceniza que provocó el cierre del espacio aéreo de gran parte del continente europeo y, sobre todo, me complace saber y disfrutar de la existencia y obra de una artista de vanguardia, menuda, excéntrica y surgida de este frío, llamada Björk.

En el puñado de días que tengo permitidos en la ciudad como en los rebosantes restaurantes populares del puerto una serie de platillos de pescado y mariscos absolutamente deliciosos. Subo las escaleras de la torre de Hallgrímskirkja (una iglesia icónica) para admirar toda la urbe desde ahí. Paseo por los barrios que la componen, entro a los museos históricos y me empapo de la cultura vikinga. Camino y camino y saco cientos de fotos.

Me introduzco en el Centro Cultural Harpa, proyectado por el arquitecto Henning Larsen. Una gigantesca maravilla arquitectónica, multiusos, multicultural y multidisciplinaria. Salas de exposiciones, cinetecas diversas, galerías, restaurantes, escaleras, vidrieras, tiendas, auditorios de varios tamaños (asistí a dos conciertos), con una actividad delirante todos los días y con una vista esplendorosa hacia la bahía desde cualquiera de sus ángulos (en el invierno ha de ser un refugio de fábula).

Vivo el gran ambiente que suele haber hasta muy entrada la madrugada en Laugavegur, la calle comercial y peatonal más famosa, con una vida nocturna electrizante, donde vibran los bares con las actuaciones de los grupos de música electrónica, indies, rock alternativo, metal o de pop.

Y me paso horas y horas en 12 Tónar, una tienda de discos. Tiene dos pisos, uno para la música extranjera, el superior y otro para la exótica interior, abajo. Posee sillones para sentarte a escuchar con audífonos lo que desees, te puedes servir un té o un café o hacerle todas las preguntas pertinentes al paciente encargado, que incluso cuenta anécdotas muy graciosas sobre las andanzas de Björk por estas calles.

Ahí adquirí material de Samaris, Of Monsters and Men, Emiliana Torrini, Mammút, entre otros, y las antologías de las música indie islandesa, producidas por la misma tienda de discos bajo el sello Record Records, caramelos para los oídos, con cuyos sonidos he ambientado esta emisión.

Sin embargo aquello se acabó y tuve que emprender el viaje alrededor de la isla. Serían semanas recorriendo la carretera que la circunscribe, la N1. Rentamos un Jeep porque otra clase de auto no puede recorrer las rutas secundarias, ni los caminos aledaños.

Me armé de ropa para toda clase de climas, me aseguré de poner al tanto de todo nuestro periplo (destinos, teléfonos, etc.) a alguien conocido, de que lleváramos Google MAPS, bien cargada la web Trip Advisor, así como un confiable sitio para comprobar el clima y el agua suficiente para la jornada.

Rogué por llevar un equipo de supervivencia (herramientas, cuerdas, cintas, paraguas, linternas, pilas, botiquín con todo lo necesario, cargadores de repuesto para los teléfonos, algún artefacto solar de localización, en fin, todas esas cositas), pero sólo recibí sarcasmos al respecto.

No hay problema en darle la vuelta a la isla en coche, pero el asunto peliagudo radica en que a cada rato te encuentras, como dirían los poetas,  “con paisajes de la naturaleza que te cimbran el espíritu, te quitan la respiración y te enfrentan a la vida”. Tras lo cual quedas totalmente exprimido. Y eso a diario, mientras andes On the Road.

Todo tan magnífico como temible: lagunas glaciares, cataratas imposibles y ensordecedoras, baños de aguas termales surgidas del fondo de la tierra, volcanes y cráteres (grandes y chicos), cascadas gigantescas a las que cualquier adjetivo les queda pequeño, géiseres imprevisibles, acechantes manchas glaciares, montañas misteriosas, grietas y cuevas naturales, playas de oscura lava volcánica, campos geotermales, llanuras inmensas, acantilados tenebrosos, ricos parques nacionales, fiordos pictóricos y un largo etcétera geográfico, de nombres impronunciables.

Por eso, cuando este improbable viajero enfilaba por la rectilínea y larguísima carretera no sabía si se encontraba en Oniria, en un escenario montado por el cine de Sci-fi o dentro de las fotos de la  National Geographic sobre algún planeta en formación.

Una luz brillante envuelve la quietud de interminables campos de lava. El terreno está como quebrado y parece un pastel de hojaldre quemado, y su ríspida superficie parece no conocer aún la evolución del reino vegetal. En lontananza se ven las fumarolas de vapor que emiten los lagos geotermales y las siluetas cónicas de volcanes dormidos y sus rocas oscuras.

Recorrer Islandia es “hacer jogging por los orígenes del planeta Tierra”, ha escrito alguno. Es como participar en streaming de la formación del suelo, del horizonte, de las llanuras, de los picos nevados y de los glaciares…; sentirse atónito viendo el principio del Tiempo, sin huella humana alguna. Es algo tan insólito como intimidante.

Y eso me llegó con todo su peso cuando tras horas de ir viendo el paisaje a través de la ventanilla y sin habernos cruzado con nadie más en todo el trayecto, me entró el pánico existencial. ¿Y si hubiera desaparecido ya toda civilización sin darnos cuenta? ¿Éramos los únicos sobrevivientes? Me sentí como personaje de un cuadro de Munch, como protagonista de una película de serie B, en la Dimensión Desconocida.

En esos momentos por fortuna apareció un lugar llamado Geysisstofa, de obligada visita por sus géiseres, con gasolinera, restaurante, tiendas varias y decenas de camiones turísticos, autos y gente (¡por fin!). Así como un magnífico brebaje caliente hecho a base de carne de reno y vegetales. Maravilloso y reconfortante, al igual que los whiskys que me tomé.

Así transcurrieron los días, las semanas y los kilómetros. El asfalto y la piedra volcánica, los tres estados del agua en sus diferentes versiones, paseos en coches de  pequeños caballos, frío, mar, acantilados, montañas, estupenda comida, hoteles acogedores, chimeneas, cuentos y leyendas de todo tipo, transbordadores, pequeñas islas…y finalmente Reykjavik de nueva cuenta.

Ahora estaba en aquella agradable ciudad de espacios abiertos y enormes avenidas, donde el aire impoluto se festeja en los pulmones y el centro urbano es un lago (el Tjörnin), rodeado por edificios del gobierno y del Museo Nacional de Arte.

Estoy acostado en el pasto de una plaza ubicada frente a ello (Austurvöllur), con el sol en la cara y animándome a caminar hasta el Centro Cultural para ver una exposición sobre David Bowie, mientras mi compañera va con un grupo, en una embarcación pesquera, con el objetivo de avistar ballenas. Finalmente fui exonerado.

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