Banksy

Is Coming To Town

Por SERGIO MONSALVO C.

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Banksy vino a la ciudad a tutearse con Rembrandt y Van Gogh. Al menos esa fue la idea que se me ocurrió después de que un compañero de la oficina de Información me diera el tip de que el graffitero más famoso del orbe andaba de visita en Ámsterdam. Obviamente de incógnito, como gusta vivir, trabajar o desplazarse por el mundo. También era obvio que así como yo me había enterado muchos otros también lo habían hecho, y a partir de ese momento la cacería por descubrirlo con los botes en la mano o para buscar alguna nueva obra suya levantaba la veda.

Yo, por mi parte, decidí no unirme a la jauría. En cambio, fui en bicicleta hasta el Museumplein, me senté en uno de sus cafés-terrazas en una mañana fresca, aunque soleada, y pedí un Lungo para saborearlo mientras contemplaba la plaza, el ir y venir de la gente y, sobre todo, para prepararme antes de entrar al muy recientemente inaugurado Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, que expone con bombo y platillo piezas de Andy Warhol y del mismísimo Banksy.

El inmueble que ofrece esta muestra es una hermosa casa habitación construida en 1904 (diseñada por el distinguido Eduard F. Cuypers, precursor de la escuela amsterdamesa de arquitectura, de estilo expresionista, con techos artesonados y vidrieras) convertida en espacio para el arte de la actualidad. Está ubicado muy atinadamente entre el Rijksmuseum (edificio que con toda su majestuosidad guarda el acervo de los grandes maestros holandeses) y el de Van Gogh (que vela la obra del genio impresionista y sus relaciones contextuales).

Dicho espacio lo dirige el matrimonio compuesto por Kim y Lionel Logchies, dueños de la exclusiva LionelGallery, de esta misma ciudad, que se especializa en el manejo de obras de Pablo Picasso, Jeff Koons, Basquiat y Damien Hirst, entre otros autores de arte moderno y de hoy. Tanto el local de dicha galería (en la Spiegelstraat) como la colección de esta pareja recibían tantas solicitudes de visita que optaron por crear su propio museo dedicado al arte mencionado, exponer sus contenidos y abrirlo al público en general.

Su labor como promotores culturales dio comienzo, por consenso, con muestras de un par de iconos del género, separados por medio siglo de distancia entre ellos: los mencionados Warhol y Banksy. En el papel la muestra despertaba muchas dudas. ¿Sería posible conjuntar, sin provocar un shock, tal arquitectura con el pop y el arte urbano? ¿Tres estéticas con cincuenta y cien años de diferencia conviviendo bajo el mismo techo? Una mezcla al parecer imposible que puso a prueba la iniciativa.

La obra de Warhol he tenido oportunidad de verla en diversas ocasiones, escenarios y cantidades, y aunque nunca deja de asombrarme, en esta ocasión mi interés radicaba en ver reunidas varias piezas de Banksy, el artista del graffiti y el activista social que más da de que hablar en la actualidad, por su agudeza y sentido del humor, con cada una de sus “intervenciones”.

Así que terminé mi café (por cierto con muy buen sabor, cosa extraña en establecimientos semejantes), pagué, me deleité con los brevísimos shorts y la minifalda de un par de jóvenes turistas suecas (lo supe por las banderitas que llevaban en sus mochilas) y recorrí la corta distancia hacia al novel museo, al que desde lejos se podía ver flanqueado por las estandartes en blanco y negro con los nombres de los exponentes.

Del reino animal los humanos urbanitas hemos tomado la extraña costumbre de marcar con alguna seña o nombre, o ambas, las propias zonas de dominio o por las que hemos pasado. Es a través de ese nombre y seña (igualmente una tipografía o una imagen) que tomamos posesión simbólica de algo. Marcamos así lo conquistado y poseído. Ya nos es imposible abandonar dicha costumbre. Incluso muertos lo seguimos haciendo: se cincela nuestro nombre en las lápidas y así marcamos el miserable y privado territorio final.

Las palabras son armas contra la amenaza de muerte a la memoria. La magia del encantamiento.

Curiosamente también, estas señas y palabras se han convertido en obras de arte que, además, pueden abandonar a discreción el ámbito artístico y entrar en el sociológico o, finalmente, en el económico. Los medios, Internet y sus redes, son los que han animado esta acumulación de valor por lo grafiteado, por el arte urbano, lo ponen de moda y hasta le adjudican un costo de mercado –bastante elevado– por su obtención.

Los codiciados graffiti actuales, como los de Banksy (un observador singular, “anónimo”, inteligente y con inquietud por las enfermedades sociales), son las imágenes (solas o acompañadas de palabras) de sus reflexiones políticas, filosóficas, amorosas y sobre la convivencia colectiva. Su propagación se ha hecho viral y el espacio digital ha señalado la presencia, auge y trascendencia de los mismos como un fenómeno masivo y global.

Y su actividad clandestina, que utiliza las roturas, grietas y abandonos de sitios y paredes citadinas (en muchos lugares del mundo: El malestar interior ya se encuentra en todas partes), es una nueva forma de irrumpir artísticamente en el ámbito metropolitano para señalar sus anomalías, conflictos y contradicciones.

La idea es dejar un indicio / con grafías que hagan mella / Indignadas con alas de sonrisa / que no se desvanezcan en la fugacidad / Algo así como un canto breve del aerosol / que denuncie la realidad en un rito/ preferentemente con toda su desnudez.

Banksy posee las habilidades insoslayables y características del buen graffitero: la brevedad y el sentido del humor, además de la sencillez en el mensaje. Es decir es dueño de un lenguaje particular llevado al terreno estético, en medio del griterío tumultuoso de los centros humanos.

Por un lado, sus comunicados no dan lugar a dudas. Se trata de las insolencias de un desamparado e incógnito ciudadano que admite con sus acciones la debilidad individual ante el Sistema pero, por otro, se atreve audazmente a abrir la lata de pintura y plasmar sus reclamos y síntesis.

Reconoce que la burocracia, las instituciones, el establishment, son aparatos demasiado poderosos para vencerlos así, sin más, y por eso los reduce con imágenes y palabras, los encoge y congela a una medida instantáneamente comprensible para todos, para poder expresarse al respecto.

Eso lo comprobé en cuanto pisé el lobby del adaptado museo. Había visitantes de edades diversas (aunque los jóvenes prevalecían) y procedencias variopintas. Las dudas quedaron resueltas al primer golpe de vista. No hay pugna entre la arquitectura expresionista y arte plástico contemporáneo. Ni en la interesante propuesta, que permite comparar ideas. Al contrario, el tríptico estético parece convivir feliz. Hay luz, hay color, hay calor y excitación. Es como un espacio familiar al que llega uno para descubrir que lo han decorado con gusto, para que se disfrute de cada objeto encontrado en muros, mesas o nichos especiales.

El personal del museo no supo decirme si el propio Banksy estuvo entre el grupo de personas enviadas por el agente del artista, Steve Lazarides, para preparar y dar su visto bueno a la muestra de 50 piezas procedentes de colecciones particulares. Lo que sí resultó seguro fue que el trabajo expuesto ofreció en todas las habitaciones de la planta baja (en el sótano instalaron a Warhol) una amplia visión sobre su obra, la cual consiste por lo general en representaciones figurativas y comentarios realizados con plantillas y aerosol, sobre la política, la cultura pop, la moralidad o los iconos históricos, en las que combina grafías y escritura.

Así, me fue posible ver y admirar juntas a sus Niñas (tanto a la que abraza un misil como a la que acompaña un globo rojo) que hablan de la pureza y de la esperanza a las que acecha la destrucción; emití una sonrisa ante la suspicacia evolutiva del mono que exclama “Rían ahora, pero algún día estaremos a cargo”; igual que con su sarcasmo acerca de la Reina Vic, esa soberana de rígida y doctrinaria moral. Pero más tiempo me solacé con Beanfield, esa pintura de gran tamaño (3×4 metros) en la que aparecen policías antimotines uniformados que corren tomados de la mano y llevando flores.

Desde que empezó a pintar en las paredes de su ciudad natal, Bristol, hace 25 años, Bansky ha sido un nombre asociado a la modernidad artística y a la reivindicación política, con sus arriesgadas creaciones que hacen un espectáculo del arte callejero, tan insólito como apasionante.

Este transgresor (el Anonymus más exitoso en lo que va del siglo XXI) es un encapuchado vengador que utiliza el graffiti para cambiarle la faz a las paredes de las ciudades; un guerrillero urbano cuya obra irónica y contradictoriamente ha alcanzado un alto precio en las subastas de arte y en las galerías (que en la actualidad más bien parecen bolsas de valores), en un hecho sólo comparable al de Andy Warhol, con quien ha compartido fugaz y alegremente este nuevo espacio para la cultura.

Y tal como apareció aquí en mi ciudad, Banksy enseguida llegará a otra, y seguro deambulará por su noche, en el momento más solitario, para dibujar y/o escribir en la calle, en la pared, en el rincón, en el subsuelo, lo que se descubrirá al amanecer. Y será cuando su obra, su mensaje, estalle con toda su poesía ilimitada y oponente en las entonces santificadas piedras, que se tornarán cartapacios donde albergarán para siempre cualquiera de sus verdades.

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