1965

(IN) SATISFACTION

Por SERGIO MONSALVO C.

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Los personajes mitológicos tienen a muchos émulos en la realidad. Finalmente los espejos encuentran el mejor lugar para su oficio en la ficción, la cual a la postre no se sabe con certeza en qué lado se encuentra. En el que corresponde a la escena rockera nunca han faltado las figuras en este sentido: Bob Dylan siempre será Odiseo, John Lennon, Edipo; Phil Spector, Minotauro; Robert Wyatt, Ícaro; Diamanda Galás, Casandra, y así por el estilo.

Keith Richards sin lugar a dudas se identificará con Pan (o sus semejantes Fauno o Dionisio), ese semidiós de la época helenística o clásica en la que los bardos (curanderos y músicos) de este período eran catalogados de esta manera, los cuales narraban historias cínicas sobre la vida de sus paternidades divinas (los dioses de la época épica) lo mismo que de sus maternidades humanas.

Era especialmente venerado por sus desenfrenos y disipaciones. Formaba parte del cortejo de Dionisio, puesto que se suponía que seguía a éste en sus costumbres. Era especialmente irascible si se le molestaba durante sus siestas y representaba a toda la naturaleza salvaje. Inspiraba a los humanos (especialmente jóvenes) con los vientos del amanecer y del anochecer.

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En eras recientes, esta deidad salvaje ilumina a sus escogidos donde se encuentren sin importar sitio o postura. Hay inspiraciones suyas que acontecen mientras se está sentado, caminando y otras a la espera o durmiendo.

Entre las primeras, está datada la de Descartes en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, a la edad de 23 años, durante un descanso de la Guerra de los 30 años, en las cercanías de Ulm junto al río Danubio: “De pronto, ahí sentado, me di cuenta de una verdad: pienso, luego existo. Era tan firme y segura que juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”.

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La de Rousseau fue en cambio ambulatoria. Una tarde de 1749 iba a visitar a su amigo Diderot y mientras caminaba de pronto le envolvió “un relámpago y un viento” y su conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, con el que daría rienda suelta a las ideas se le agolpaban: “El hombre nace bueno por naturaleza, pero…

Por su parte, a Proust lo sorprendió la visión unitaria de En busca del tiempo perdido en la biblioteca del hotel del príncipe de Guermantes, mientras esperaba que terminara un concierto. Ahí encadenó tres o cuatro “resurrecciones de la memoria”, momentos del presente capaces de evocar recuerdos del pasado en los que la imaginación halla alguna analogía: “Se alumbraron de pronto no solo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.

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A Keith Richards aquel viento le llegó mientras dormía, una noche a fines de abril de 1965, durante la gira que hacían los Rolling Stones por los Estados Unidos. “Me di cuenta al otro día cuando rebobiné la cinta que tenía en la grabadora bajo mi cama. Ahí estaba: 40 minutos de ronquidos y dos de satisfacción. El esqueleto acústico de la pieza, su estructura básica. Fue cuanto necesitamos luego para componerla…El riff surgió también de repente, en mi cabeza y a la hora de grabar la versión eléctrica usé el pedal de distorsión Gibson para darle forma. Resultó un sonido que no se había escuchado jamás y que captó la atención de todo el mundo”.

Rebobinemos también nosotros para buscar aquella madrugada en la habitación del hotel Fort Harrison en Clearwater, Florida. Hay un tipo ahí que rasguea a través de la noche la progresión de un riff entre los dedos. Se siente cansado. No en balde lleva más de 50 ciudades recorridas en lo que va del año con el mismo número de conciertos.

De cualquier modo está a gusto, recostado en la cama gigantesca con los pies descalzos. Sobre la mesita de noche hay una botella de Jack Daniels semivacía, un paquete de cigarros y un cenicero. Bajo la cama, una grabadora Philips de cassettes (con una cinta virgen) se encuentra al lado de sus botas.

Junto a él una mujer recostada boca abajo, con una sábana maravillosamente blanca que le cubre sólo parte del cuerpo. Sus ojos están cerrados, pero él recuerda que son grandes y verdes. En uno de los muslos destaca una inicial tatuada. Su piel es clara y de una carnalidad sugerente. «A algunas mujeres no las amamos como deberíamos. No tenemos el tiempo suficiente. Nos portamos como el viento”. Es un pensamiento peregrino en el ínter del silencio sin acordes. Como viene se va.

Cierra los ojos, recuesta la cabeza y duerme. Continúa así con su rasgueo. Está consciente que de gira es cuando puede componer mejor. Inmerso en la música de manera plena, total. Termina un show, se consigue algo de comer, whisky, cervezas, una mujer, y se mete a su cuarto completamente revolucionado para dar paso a lo que venga.

Hay un aprendizaje en todo ello. Ver, oír, pensar, sentir, no sentir y tocar. El pozo de la inspiración. Nadie sabe de qué está hecho. Pero ésa es la única manera de encontrar la verdad. Descubrirla al tocar, enamorándose de ella al sentirla como ahora en la punta de los dedos al rasguear las cuerdas.

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El acto de la composición asume a veces para él una diáfana sencillez: tomar unas notas e introducirlas en el instrumento, darle vuelta a la manivela y la canción sale por el otro lado como de la chistera de un mago. Pero también hay otras formas y se convierte en trozos de piel, músculos y huesos que debe arrancarse dolorosamente, por las noches sobre todo. Un largo camino nocturno en persecución de un impulso. Está consciente.

Como también lo está del origen de la música que interpretan él y sus compañeros. Los más lúcidos en cuanto a dar pruebas del partido que se puede sacar a una determinada forma de bluesear, se han impuesto el principio afroamericano del sonido colectivo, y son los representantes máximos de esa corriente a la que le regalaron un alma nueva, gracias a un real esfuerzo de asimilación y estudio en su natal Albión.

Lo que no sabe es que lo que ahora compone establecerá las distancias con sus orígenes musicales y les proporcionará una personalidad auténtica, única, trascendente y fundamental: Pánica.

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El riff que ahora se le ocurre, como brisa evocadora del futuro, trae la comprensión de que el hecho de tocar implica también un objetivo social. El tema ya no trata del amor, lo que comienza a sonar en la guitarra tiene la convicción de que hay cosas que necesitan ser dichas, en términos definitivos, contundentes, de una manera que hablen por uno, pero al mismo tiempo por todos; por el momento y su circunstancia.

A la mañana siguiente, cuando Keith muestra a la orilla de la alberca el resultado de su desvelo en la grabadora portátil a Mick, su colega y mancuerna en las composiciones, agrega una frase ojerosa como explicación: «I Can’t Get No Satisfaction».

Mick, a su vez, “se encargó del trabajo duro de ponerle cara y todo lo demás a la canción y hacer que sonara interesante. Yo le canté los estribillos, los ganchos y él le puso el resto del cuerpo. En aquella época funcionábamos así”.

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El tema, que se dará a conocer al mundo el 6 de junio de 1965, se convertirá en una auténtica síntesis de la era desde la perspectiva del rock, y su estribillo en un slogan del ser social ante su entorno.

Una buena canción debe llevar a la euforia o al relajamiento. Una buena canción que se vuelva clásica, única, también cambiará la temperatura del cuerpo con su melodía, las coordenadas de la razón con su letra. Eso lo ha provocado “Satisfaction” como constante. Reververó su riff legendario y, desde entonces, ha sido un himno, un track regular en el jukebox o iPod personal.

Está inserto en la memoria del corazón y en la de todo presente porque permite la revisitación y nuevas lecturas en épocas distintas. Es un tema abierto al tiempo; una pieza de madurez rockera que reflexiona sobre las relaciones con el entorno, la cotidianeidad mundana y, sobre todo, ha proclamado desde siempre el derecho a estar en desacuerdo, a vociferar —como mandala secreto de la vida— un “I Can’t Get No...” cada vez que sea necesario.

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