LITTLE RICHARD

80 AÑOS Y TAN BIZARRO

por SERGIO MONSALVO C.

 

Después de la Guerra Civil en los Estados Unidos algunos ideólogos blancos empezaron a ver la cultura negra bajo una luz turbia. Los negros fueron contemplados como seres satánicos, libertinos, paganos, lujuriosos, anárquicos, violentos, dotados de una «inteligencia astuta»,  desciendientes de «salvajes oradores e hipnotizadores» que en cuanto obtuvieron su libertad se convirtieron en una turba ebria que apestaba a sudor africano», según sus palabras.

Desde el punto de vista de estos blancos, los males de la vida negra eran por demás evidentes en su música. Dicha rama del racismo (en la que se fundamenta el Ku Klux Klan) llegó a su punto culminante con la novela The Clansman, de Thomas Dixon, que trata acerca del Sur norteamericano durante el tiempo de su reconstrucción.

Dicha narración fue publicada en 1905 y luego filmada atentamente por D. W. Griffith en 1915 con el título de El nacimiento de una nación.

Los renegados blancos que promovían la igualdad racial, según el autor y sus seguidores, se habían «hundido en el negro abismo de la vida animal» en el que el mestizaje y la anarquía van de la mano. La igualdad para tales racistas significaba que la «barbarie estrangularía a la civilización por medio de la fuerza bruta».

Para Dixon, todo el mal primitivo de la vida negra se condensaba en su música, que en la novela literalmente impulsa a los inocentes blancos hacia la muerte desesperada.

Los historiadores explican dichos estereotipos extremadamente negativos remitiéndose a las hostilidades sociales y económicas provocadas por la fallida reconstrucción republicana de los estados confederados derrotados durante la Guerra Civil.

El siglo pasado comenzó con ese horror itifálico. Los negros se les habían convertido, en sus fantasías racistas, en unos salvajes aullantes que se sacudían al ritmo de un tambor que borraba todo vestigio de racionalismo.

A lo largo de 100 años, tal ideología se desplazó desde una meditación acerca de la existencia o no de alma en los negros hasta una elucubración sobre su “maldad fundamental”. Los acontecimientos históricos ocurridos en los derrotados estados del Sur sólo vinieron a intensificar la tendencia general a transformar al viejo Tío Tom en un azufrado Lucifer, en  un sátiro neolítico.

En medio de estas turbias ideas y miedos ontológicos vivía aún el sureño blanco estadounidense promedio a mitad del siglo XX. Los conservadores negros, por su parte, trataban de contrarrestar el asunto portándose más cristianos que cualquiera otros y fundamentaban su vida en los dogmas bíblicos a rajatabla. Y ahí la música pagana estaba más que condenada. El blues, por sobre todas las cosas.

Así que pensemos en las reacciones de ambos mundos cuando apareció en escena un ser inimaginable y al mismo tiempo omnipresente en las peores pesadillas culturales de los blancos y de los conservadores negros estadounidenses: un esbelto negro, hijo de un ministro de la iglesia anglicana, un tanto cabezón, amanerado en extremo, bisexual, peinado con un gran tupé, mucho crepé y fijado con spray.

Además iba maquillado y pintados los ojos y los labios —que lucían un recortado bigotito—. Vestido con traje de gran escote, pegado y con estoperoles, lentejuelas y alguna otra bisutería, calzando zapatillas de cristal como Cenicienta y tocando el piano como si quisiera extraerle una confesión incendiaria.

Este ser iba acompañado por una banda de cómplices, que interpretaban un jump blues salvaje, el más cabrón que se había escuchado jamás. Expelía onomatopeyas como awopbopaloobopalopbamboom a todo pulmón, con una voz rasposa, potente, fuerte, demoledora y perorando que con ello comenzaba la construcción del Rock & Roll.

La visión del primitivismo negro presentada por Dixon, aquel espantado escritor decimonónico, fue pues el argumento con el cual se arremetió contra el naciente ritmo vía el Little Richard primigenio. Ganas no les faltaron de sacar las armas contra ese “animal negro que quiere arrasar con los Estados Unidos blancos”.

La música de ese malvado negro (según los aprensibles nacionalistas e idea que se extendía hacia Chuck Berry, Fats Domino y Ray Charles) empujaba a la víctima blanca —en este caso los fascinados adolescentes— al abismo del infierno.

Otro de esos racistas de larga trayectoria llamado Asa «Ace» Carter (un demagogo que peroraba a diario por la radio sobre la supremacía blanca, como líder del Consejo de Ciudadanos del Norte de Alabama) y concatenado al ideólogo precedente (Dixon), se apegó a aquellos reputados conceptos tradicionalistas al denunciar, en una “cruzada moral” en 1955, al rock como la música de los negros que apelaba a lo «más vil en el hombre», al «animalismo y a la vulgaridad».

Tal conservadurismo agregó al rock and roll a ese averno negro porque sus ritmos salvajes ponían de relieve la libido primordial contra la que el hombre blanco había tratado de erigir la barrera de su cultura frágil y amenazada.

El rock and roll nació con esta mitología sexual. Y aquel primer Little Richard fue el arquitecto y profeta más bizarro en su diseño. Sus cuatro argumentos fundamentales fueron: “Tutti Frutti”, “Long Tall Sally”, “Lucille” y “Good Golly Miss Molly”. Leyes sicalípticas talladas en piedra para la eternidad.

Lo que sucedió después en su vida es materia para la Teoría de la Conspiración. Tras él fueron enviados los perros de reserva de los bandos afectados: racistas blancos y puritanos negros (su accidente de avión y reconversión religiosa son otras historias).

El hecho patente es que (ayer, hoy y siempre) Little Richard, el Arquitecto del Rock & Roll, nació como Richard Wayne Penniman, en Macon, Georgia (en el profundo Sur estadounidense), el 5 de diciembre de 1932. Hace 80 años.

Y que su leyenda se ha solidificado –a través de todas las épocas y con la veneración de diversos géneros, que van del rockabilly, al pop, al rock clásico, al garage, protopunk, punk, britpop y neogarage, entre otros– con aquella pura materia de bizarría musical que tanto espantó a racistas y nacionalistas de la Unión Americana.

Discografía clásica y selecta: Here’s Little Richard (Specialty, 1957), The Fabulous Little Richard (Ace, 1959), 18 Greatest Hits (Rhino, 1985), The Formative Years 1951-1953 (Bear Family, 1989) The Georgia Peach (Specialty, 1991).

Escucha el podcast:

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.