745. The Rolling Stones (Mejores discos – VII)
El toque guitarrístico del nuevo músico en el grupo se notó mayormente en el siguiente álbum stone, que de nueva cuenta debe considerarse una opus magna: Sticky Fingers. De hecho, la aportación de Mick Taylor es tan impresionante que hasta la fecha muchas personas opinan que se trató del mejor guitarrista en toda la historia de los Stones. Taylor le brindó al sonido del grupo un virtuosismo melodioso hasta ese momento desconocido para ellos.
Por lo demás, Sticky Fingers figura entre lo mejor que el conjunto haya editado jamás, sobre todo debido a la madurez de las composiciones. En canciones como “Sister Morphine”, “I Got the Blues” y “Wild Horses”, Jagger y Richards, que con sus casi 30 años de edad en ese entonces, ya se consideraban unos veteranos de la escena musical, alcanzaron dimensiones más profundas.
Abordaron el tema de las adicciones con gran precisión, pero no sólo en los textos sino también en el aspecto musical. Las armonías distintivas y la estructura dramática de “Sister Morphine” comunica de manera impresionante la desesperación y la desesperanza del adicto. Además, Sticky Fingers marcó el inicio de un largo coqueteo con el country.
El cantautor Gram Parsons (ex Byrds y Flying Burrito Brothers), gran amigo de Richards desde el verano de 1968, ejercía cada vez más influencia sobre el corazón musical de los Rolling Stones. Musicalmente estaba bien, pero la parte personal era la que le preocupaba a Jagger.
Gram Parsons, sureño oriundo de Florida, amaba el country, pero su concepto llamado “Cosmic American Music” pasaba por la asimilación del soul. Gram era poco dado al trabajo duro. Necesitaba el empuje constante de colaboradores para materializar sus fantasías. No sólo para terminar las canciones.
Siempre hacía uso de su encanto personal, podía convencer a los Flying Burrito Brothers, grupo del que era miembro, por ejemplo, para que se pusieran unos audaces y llamativos trajes de cowboy. Lo que los convertía en “unos greñudos vestidos de estrellas vaqueras”, en unos hedonistas que hablaban sobre la ciudad del pecado, merecedora del Apocalipsis.
El concepto aportado por él estaba allí –sentimentalismo country con la arrogancia del rock– y no faltaban las canciones o la imagen. El problema era que aquello no funcionaba: hacían pocos ensayos y mantenían la tendencia a los excesos antes de los conciertos, por lo que brindaban actuaciones penosas.
Aquel músico ejercía de diletante destacado. Su idea de profesionalismo era muy elástica. Era capaz de dejar todo de lado si lo invitaban a una sesión de grabación de los Rolling Stones. Para ilustrar aquello, una vez, en Los Ángeles, los Flying Burrito tenían una presentación, pero él no quería irse del estudio: decidió que era más divertido seguir la juerga en la grabación con los británicos.
Hasta que Mick Jagger lo llamó aparte y le hizo ver el compromiso que tenía con sus compañeros: “un cantante no deja colgada a su banda”, le espetó. Avergonzado ante el regaño, aceptó cumplir el compromiso. El sentir del entorno de los Stones, por entonces, era que Jagger recelaba de la amistad entre Parsons y Richards. Puede también que intuyera que aquel sureño encantador era en realidad un flojonazo crónico disfrazado, que podía distraer o contagiar con su actitud a Keith, del que se había vuelto inseparable.
Todos los Stones, y el propio Keith por muy deteriorado que estuviera, mantenían su ética de trabajo y aspiraban siempre a un nivel de excelencia en discos y en presentaciones en vivo. Parsons no entendía nada de eso. Desperdiciaba ideas, saboteaba el proyecto común de su grupo, vivía en la fantasía del artista genial que salvaba las cosas en el último minuto.
Sin embargo, el asunto fue controlado por Jagger y la conjunción musical de estilos y banda logró una master piece. Se sumaba a la discografía para establecer la gran trilogía Stone, hasta ese momento. Es verdad que no posee temas como “Sympathy for the Devil” o “You Can’t Always Get What You”, pero hace gala de una mayor uniformidad cualitativa en las canciones.
Como se escucha, es una obra marcada por el tema de las drogas –no hay composición que no hable de ellas o al menos haga alguna referencia al respecto-, el álbum termina tal como empieza: sin dar tregua, ya sea en los cortes rítmicos o en los más pausados. La intensidad campea de principio a fin y no da pausa alguna.
Iniciando con “Brown Sugar” hasta el atractivo finiquito de “Moonlight Mile” –con su apacible elegancia y exultante sonido–, el álbum fluye por diversos pasajes que igualmente recorren la nostalgia folk, como en “Wild Horses”, que por la sensualidad desafiante en la candente “Can’t You Hear Me Knocking” (con su coda instrumental producto del influjo de Santana).
Asimismo, está la apabullante y bárbara “Bitch” que el blues más sentido en “I Got The Blues”. El lado oscuro aparece en la terrible historia de adicción con “Sister Morphine”, para dar paso luego al humor negro, en estilo country rock, en “Dead Flowers”.
Lo habían logrado una vez más. Con Sticky Fingers, los Rolling Stones alcanzaron una de sus cimas más altas. Sonaban consistentes, sólidos y compenetrados. Y, para agregarle aún mayor proyección estuvo por ahí el trabajo de Andy Warhol con la portada.
Sticky Fingers incluyó, por otra parte, por primera vez el logotipo del grupo, el de la lengua y los labios, realizado por el diseñador John Pasche. En fin, el disco produjo muchas lecturas, que aún nos llegan hasta la fecha. En su lírica contiene referencias sexuales, sociales y de adicción, que por entonces eran todavía tabú. Todo ello maravillosamente arropado con los sonidos clásicos y sublimados del rhythm and blues, el rock and roll y el country rock.
“Ningún disco nuestro está terminado, hasta que Keith da su aprobación”, confesó Jagger, por entonces. Y esa aprobación se dio con un “Yeah!”, de satisfacción, producido por Richards al final de “Brown Sugar”, un rhythm and blues modélico del grupo, en el que se agregan los sentidos teclados de Nicky Hopkins e Ian Stewart, y las enormes contribuciones en los instrumentos de aliento de Bobby Keys y Jim Price. Sax y trompeta, respectivamente, para darle el toque bárbaro necesario –grasoso y espeso– a esa pieza emblemática de su sonido.
A pesar de la ambigüedad de la letra, o precisamente por ello, sus ecos han llegado hasta hoy, y ante los ataques de la corrección política que recorre el planeta como un virus, el propio Jagger consideró eliminar la canción en sus presentaciones en vivo. Hecho con el cual Keith no estuvo de acuerdo, alegando que “eso de la corrección es pura mierda, y espero que podamos resucitar a esa belleza de canción en toda su gloria en nuestras giras”.