535. Bob Dylan 80 (7): Tres cuartos de siglo

Por Sergio Monsalvo C.

Entre la interpretación de un primer tema, titulado “You’re No Good” (de Jesse Fuller), y el track publicado online: “Melancholy Mood” (de su autoría, en 2016), se sumaron cincuenta y cinco años de obra grabada y/o escrita por Robert Allen Zimmermann, mejor conocido como Bob Dylan, desde que firmó en 1961 para la Columbia Records.

Este hombre, nacido –en ese momento– hacía 75 años en Duluth, Minnesota (24/mayo/1941; y que cambió su nombre en homenaje a uno de sus autores favoritos: Dylan Thomas), pasó de ser un errabundo músico folk y de protesta a un poeta de trascendencia universal; a uno que como los de la antigüedad canta y que, como buen bardo, remueve la imaginación de quien lo escucha.

Dylan es un narrador que observa con agudeza y un adivinador que absorbe y envuelve con sus palabras, mismas que se ubican dentro de melodías cautivadoras y ritmos sencillos e impetuosos. Él se inició como un simple vocero vernáculo, pero con prontitud y la suficiente personalidad logró romper con las tradiciones.

Cuando llegó a la ciudad de Nueva York por primera vez lo hizo cargado de una gran cantidad de influencias: el blues rural de Charlie Patton, la temática social de Woody Guthrie, el vasto legado musical de la campiña estadounidense y sus muchas lecturas de poesía y narrativa. Con ese bagaje y algunas experiencias discursivas se enfrentó a los cafés del barrio bohemio del Greenwich Village, plataforma de la contracultura en la Urbe de Hierro.

Dylan como artista comenzó a madurar, a crecer. Los cambios entre su primer álbum (homónimo) y los siguientes fueron manifiestos. Incluso el reciente –Shadows in the Night–, es un ejercicio de estilo, del suyo como crooner; al igual que el de inminente aparición –Fallen Angels— en el mismo mood y con el que celebra sus tres cuartos de siglo de vida).

Del material rústico pasó a la interpretación de poemas personales y de ahí a las profecías. Desde entonces se convirtió en la figura más importante en el mundo de la canción popular, lugar que mantiene hasta la fecha. En su poesía la observación es el mejor pretexto para vislumbrar el porvenir. En el almanaque de sus canciones tal elemento es un aporte fundamental para la liberación de la imagen poética.

Dylan trazó una nueva dimensión de lo cotidiano y refutó los prejuicios que juzgaban toda poesía sólo en términos de sentimiento y contenido, como si en el mundo del lamento existiera únicamente el lamento y no también todo lo que lo produce. En su poesía se explaya un nuevo mundo. La belleza de sus canciones está en lo que insinúan.

La poesía de Dylan está a menudo embriagada de imágenes que avanzan en cascada hasta casi sepultarnos y las palabras en sus libros y discos arden de pura incandescencia. Así, en sus páginas, en sus cantos, que nos sitúan ante el origen de la poesía contemporánea, vemos el paso de la condensación al estallido de su material poético.

Y todo gira y va a más, pues se constituye en un universo en sí mismo: surgen los símbolos favoritos partiendo de la indagación continua en el campo del arte. De modo personal se incorporan en torbellino las vanguardias —no como rompimiento, sino como tradición en la mezcla de lirismo y reflexión— y el tiempo, se esbozan la permutación y la poesía experimental.

Bob es un tipo siempre inquieto, siempre buscador, siempre receptor de la cultura popular y casi siempre onírico. Con sueños de aspiración lógica y melancolía, la melancolía del idealista. Es esencialmente un vanguardista en un país donde casi toda movilidad conlleva sospechas políticas.

Siempre ha creído que toda novedad tiene sus raíces y que se puede y debe ser nuevo escribiendo. En su caso todo es poesía en carne viva: fuego desde la luz del pensamiento; una donde la tensión de los detalles dibuja un hondo tapiz de sensualidad.

El que se adentra en su obra entra de hecho en un poema sin fin (como el nombre de su gira eterna) que sacraliza lo real y lo entreteje con la visión y el sueño —un alto poeta de sueños y símbolos—. En Dylan todo equivale a todo. Nunca deja de sorprender y siempre estará inaugurando sus caminos, extendiendo o deconstruyendo los ya andados, para cotejar sus propios argumentos, sin importarle nada más, verse reflejado y continuar redefiniéndose como desde el principio.

Porque de eso se trata la carrera y el arte de Dylan: del diálogo consigo mismo. Y no importa en qué fecha se le ubique, en qué género trabaje o el espacio en vivo en el que se le capte: interpretará quizá una canción familiar, pero ésta será otra porque consistirá en lo que ella diga de él o para él, no al revés. Mientras Bob, a su vez, ya estará en otro tiempo, el suyo.

II

LAS RAÍCES TRASHUMANTES

El folk, a partir de los años sesenta del siglo XX, se convirtió en una cuna natural a la que se volvía desde los reinos moribundos de lo moderno, y el anhelo por estas raíces fue lo que una canción de Dylan llamó el «Subterranean Homesick Blues». «Subterráneo» porque surge de los seres sepultados por la civilización; «nostálgico» porque anhela regresar a los orígenes puros, y «blues» porque es idéntico a la emoción primitiva que constituye la música negra.

Bob Dylan  era (es), además de todo lo conseguido a lo largo de su vida, el sumo sacerdote de la tradición folk inventada por el rock, no porque cante baladas anglosajonas –no lo hace con mucha frecuencia–, sino porque sus sátiras cantadas establecen un contrapunto con relación al mito de aquella pureza –así ha sido desde el Dylan de los comienzos, el de Bringing It All Back Home y Blonde on Blonde—.

Muy poco de lo que Bob escribe ha tratado del medio folk mismo, pero ese “muy poco” se torna comprensible como descripción de lo que se ha ganado con dicho distanciamiento. A Dylan lo han seguido en tal periplo desde los Byrds hasta un sinfín de grupos surgidos de las más diversas épocas y vertientes.

En el rock, han persistido y se han trasmutado las convenciones románticas del arte folk, y recientemente aún más con un nuevo vigor debido al incremento del público con el subgénero indie (en sus corrientes: americana, dark y alt country). Sin embargo, la nueva encarnación de aquellas fantasías del romanticismo ya no es pastoral, ni elegante, ni burguesa, y mucho menos respetable, sino todo lo contrario: es urbana, ordinaria, marginal y oscura.

El rock retomó dicha tradición de fines del siglo XVIII y, al ir agregándole lo común, poco a poco le ha restituido el lenguaje profano de sus auténticas fuentes. Sin embargo, aunque Alabama Shakes, Lucinda Williams o la Tedeschi Trucks Band, por mencionar algunos, sean igual de crudos como los campesinos escoceses que recitaban a Ossian, no son tan despreocupados como éstos.

Sus letras están llenas de intereses y motivaciones por sí mismas, una cualidad casi inexistente en las letras folk de antaño. De esta manera, el rock captó, con Dylan al frente, nuevamente la cruda pureza de esa poesía, a la vez que mantenía las angustiadas obsesiones románticas de una tradición literaria de élite.

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