504. Tarjeta postal: Una especie extinguida

Por Sergio Monsalvo C.

Este espacio se lo quise dedicar a un género epistolar que tuvo gran importancia en el ayer pero que actualmente ya ha agonizado: la tarjeta postal, de la cual se podría decir que la matamos entre todos y ella sola se murió. Lamentable. Porque significa la extinción de parte de la memoria colectiva y emocional de todo un siglo. Una memoria que con muy pocas líneas habló de vida, alegría, viajes, sorpresas, evocaciones o plenitud. Y lo hizo con cariño, con amistad, con amor y con una inigualable extensión de la personalidad: la letra manuscrita.

(Hoy es difícil describir la personalidad de alguien sólo guiados por sus mensajes de e-mail, Twitter o a través de WhatsApp. La tipografía es homogénea, contenida, fría –como el medio–, sin características individuales. Con un manuscrito la cosa cambia. Podemos saber qué color de tinta prefiere para escribir, el tipo de pluma que utiliza, si lo hace uniformemente o no, si su escritura es rápida o cuidada, si sus trazos son rectos o inclinados, delgados o gruesos, su puntuación, su ortografía –con los nuevos artilugios de corrección eso no es posible–, en fin, es un medio cálido que permite notar la personalidad de quien escribe y sus particularidades, y raramente se olvidará uno de dicho texto y de su imagen, y si es de alguien cercano, menos aún)

Volviendo a la tarjeta postal, en tal forma de comunicación siempre estuvo ausente el secreto, la privacidad. No hacía falta porque no había nada que mantener de esa manera. Al contrario, parecía alardear de su exposición pública constante sin tapujos a través de las distancias y hablaba a los demás de gente con familia o amistades viajeras en un mundo que aún no lo era de forma regular. Era un alarde inocente cuyo contenido podía ser leído con facilidad y la principal diferencia con una carta convencional, ya que ésta sí requería de un sobre para ocultar su contenido.

El de la postal era un expositor de lugares comunes, de clichés, las más de las veces. No había pretensión ni ejercicios de estilo. Era un monumento al tópico, hecho con material noticioso y testimonial –un simple mensaje– de un momento de júbilo que se quería compartir, de manera sencilla, cariñosa e ingenua.

La tarjeta postal fue además y en general un objeto bello, de paisajes naturales, urbanos o costumbristas, con una realidad aumentada en technicolor, que en su esencia logró la conjunción de la letra con la imagen, espalda con espalda, por primera vez. Un binomio que se volvió inseparable y al que únicamente  le hizo falta un sencillo soporte de cartón.

La primera postal de la que se tiene conocimiento se mandó como uno de los servicios que brindaban las oficinas de correos públicas en sus inicios. De esta manera Theodore Hook (un escritor y compositor británico muy conocido en su época) se envió a sí mismo (como una broma) aquella misiva en Londres en el año 1840. El precio fue el penique que costaba la estampilla.

Dichas postales fueron oficiales y editadas por las propias oficinas de correos. Por una cara tenían impreso el franqueo (con su logotipo y espacio para la estampilla y los sellos), mientras que la otra estaba completamente en blanco para que las personas pudieran escribir su mensaje.

Así se mantuvieron durante cuatro décadas hasta que a fines de siglo y con la llegada de la Revolución Industrial (que mejoró los sistemas para imprimir) se abrieron paso las editadas por la industria privada que las realizó con ilustraciones, no sin que antes la Union Postal Universal (un organismo internacional) regulara el formato para ellas, recomendando el tamaño de 9×14 cm. Indicación que se mantuvo hasta los años sesenta del siglo XX en que se hicieron más grandes (10.5×15 cm).

De esta manera las postales modernas incluyeron un dibujo o una fotografía del lugar donde eran vendidas, por lo que con ello se inauguró un espacio para ellas en las novedosas tiendas de souvenirs, en los puestos de periódicos y revistas y en los hoteles de lugares turísticos. Su consumo se volvió muy popular y en artículo obligado para cualquier viajero.

Con el cambio de siglo el intercambio de ellas se puso de moda, como viajar (la transportación internacional y sus avances tecnológicos lo hicieron posible). Su envío costaba la mitad de lo que era para una carta normal y además contribuyó la mejoría en la calidad de la impresión y en los motivos mostrados.

A partir de 1906 el anverso de la postal se volvió exclusivo de la imagen y el reverso fue dividido a la mitad. En una parte estaba el espacio para el escrito y en la otra el reservado para la estampilla y la dirección del destinatario. Hasta la Primera Guerra Mundial las mejores impresiones de ellas se hacían e países como Alemania, Suiza y Austria, ya que sus imprentas lo hacían con métodos basados en la fototipia y cromolitografía (litografía en varios colores). En la actualidad tanto las postales antiguas como las modernas son objetos de colección, con un valor documental muy apreciado.

Las postales, en su apogeo, fueron la señal de un mundo todavía enorme, desconocido y exótico y de tecnología rudimentaria y en transición. Era un alarde, como dije anteriormente, tanto para el que la enviaba, señal inequívoca de encontrase de viaje (en la excepcionalidad del turismo aún restringido) como para la que la recibía, señal inequívoca de tener tales contactos.

Actualmente sus fotografías estáticas y mensajes plagados de lugares comunes han fenecido y vuelto tan sólo objetos de coleccionismo. En las tiendas habitan por cientos su tristeza y su venta es nula. ¿Cuál sería su oferta ahora, frente al teléfono móvil, sus artilugios y su instantaneidad, que han borrado los anversos y reversos de su formato con mil y una posibilidades en el manejo de la imagen y son susceptibles de multiplicarlas con diversos apps (de forma gráfica y textual) hasta donde alcance la generación a que pertenezca el aparato del emisor?

Comprar y enviar una postal turística (las navideñas y las de felicitación por algún acontecimiento son otra historia) para festejar cariñosamente el recuerdo del otro(a) es una acto de melancolía puro y llano. Un sinsentido poético para ralentizar el tiempo, la nota de un destino, de un traslado o el prestigio perdido de un lugar antes remoto. Quizá un último guiño de reconocimiento ante la desaparición de una especie que alguna vez dio noticia de lo lejano y exterior.

Una memoria que se ponía debajo del grueso vidrio de las pesadas mesas del comedor como adorno kitsch y provinciano. O igualmente, se les guardaba en una caja especial dentro de la casa junto a sus semejantes, fotografías en blanco y negro o papeles importantes. Quizá el postrer vestigio para evitarle la nada a gente desaparecida, lejana o cercana con la que convivimos antaño y que envió una frase ocurrente o un saludo rápido, esperando que al llegar a su destino se transformara en flor de nomeolvides.

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