Por SERGIO MONSALVO C.

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Todos sabemos que la felicidad no existe (el objetivo es tan sólo tratar de ser menos desdichados), pero la alegría sí y su tenencia (estar o manifestarse con ella) resulta tan exultante como la posesión de pepitas de oro. El valor es casi semejante, dada su escasez. La alegría es una de las emociones básicas del ser humano, aunque no dependa de él, ya que puede presentarse de manera circunstancial tan inopinadamente como desaparecer igual, aunque a veces se le pueda invocar con algún resultado.

En este último sentido, dicha emoción puede aparecer dos formas: la concreta y la abstracta. La manera concreta puede ser mediante un dulce. Sí, un dulce, que en México es fabricado con semillas de amaranto y miel al cual desde el siglo XVI se le conoce con ese nombre, aunque su procedencia y uso date de tiempos prehispánicos. Las alegrías se preparan tostando e inflando las semillas de la planta que a la postre se mezclan con miel o azúcar, se moldean en diferentes formas (la más regular es como un rectángulo, una barrita, aunque también se han creado con ella verdaderas esculturas). Tiene el efecto de provocar lo que su nombre indica.

La segunda aparición de la alegría –la abstracta– se da a través de la memoria, de imágenes, sonidos, olores o situaciones del presente, a discreción de quien la convoca. Un buen recuerdo, un buen encuentro, ejercitando los sentidos, son claves para lograrlo, aunque se puede correr el riesgo de caer en el abismo de la nostalgia y ese ya sería otro cuento.

En la historia de música contemporánea, se descubrió un gran filón de alegría hacia la mitad de la década de los sesenta del siglo XX, cuando apareció bajo la forma del Mersey beat.

Mersey beat fue el nombre original con el que el sonido de los grupos pop ingleses de los años sesenta se dio a conocer, por primera vez, a nivel internacional. Al trascender las fronteras británicas pasó a ser la British Invation u “Ola Inglesa”. Y desde entonces su esencia no ha dejado de aparecer de tiempo en tiempo bajo etiquetas diversas.

En su origen, la denominación “Mersey beat” surgió debido al río Mersey que surca aquellos lares, por un largo estuario de 113 kilómetros, y que tiene como uno de sus puertos principales a la ciudad de Liverpool, que junto con Manchester, fueron afluentes de tal corriente musical.

El Mersey beat integró todas las formas del rock conocido hasta entonces; todo lo que se escuchaba procedente de los Estados Unidos, así como los bailes novedosos y los fugaces hits musicales que se sucedían de manera imparable. Era el sonido de los adolescentes que recién habían descubierto el pop y la música negra allende el Atlántico.

Luego lo pasó por su propio molino y el sonido se hizo más moderno, la electricidad espesó a las guitarras que reprodujeron los hits de moda estadounidenses. Bajo esta alquimia el Mersey beat fungió como crisol.

La “Ola Inglesa”, en su vertiente del Mersey beat fue un acontecimiento crucial en la historia del pop y el rock, produjo una música ambivalente cuya aportación ha perdurado e influido en diversos géneros por cinco décadas. Y no sólo la de los Beatles (que la comenzaron y elevaron de nivel), sino también la de valía sustantiva como la de los Dave Clark Five, Searchers, Swingin’ Blue Jeans, Gerry and the Pacemakers o los Herman’s Hermits.

Todos ellos parecen hoy las reliquias de una fiebre de la que los consumidores no se han recuperado desde entonces –el britpop, el neo-garage y el revival lo-fi son sus manifestaciones más recientes–. La razón por la que aquellos grupos sesenteros despiertan la curiosidad, es que en términos generales su música se trata de la expresión perfecta de la estética pop. Su encanto radicó de manera precisa en lo voluntarioso de su alocado entusiasmo. Un dulce para los oídos hecho de semillas de alegría.

Los ingleses lo lograron en parte al desenterrar música pasada por alto, olvidada o desechada por el público estadounidense, la cual reciclaron otorgándole una forma más resplandeciente y despreocupada. El hecho de que parte de esta música haya sido escrita e interpretada originalmente en la Unión Americana aseguró más la cosa. Paradójicamente, esos rescatistas musicales se convirtieron en un éxito de proporciones fenomenales al “invadir” las costas estadounidenses.

Incluso la versión de dicho Mersey beat más mustia y debilucha expresaba al menos la promesa o el anhelo de que tanto los intérpretes como el público pudiera soltarse, moverse y salir desbocado a correr por las calles, lo cual desde luego ocurriría más adelante con grupos mejor dotados (Rolling Stones, Kinks, Animals, Yardbirds. Zombies, etcétera).

Los creadores de la “Ola Inglesa” —los grupos “beat” y los públicos británicos que les brindaron apoyo en sus inicios— estaban luchando por salir de su propio vacío cultural. La de Inglaterra se trataba de una sociedad antigua encadenada por cuestiones de clase y tradiciones, y los “rocanroleros” locales que los adolescentes empezaron a conocer eran acicalados y muy propios. Los Herman’s Hermits fueron el producto más sencillo, simple y ejemplar de todo aquello.

Ellos, y los otros corsarios invasores ya mencionados, conquistaron desde 1964 el mercado estadounidense, con la repercusión cultural en el resto del planeta. Los Hermits que en aquella época vendieron millones de discos, aparecieron en todos los programas populares de televisión, sus rostros y nombre impresos en la portada de toda revista adolescente, y hasta protagonizaron varias películas. Actualmente son parte  de los olvidados de la historia.

Herman’s Hermits a mediados de la década de los sesenta eran más populares en la Tierra del Tío Sam que los Rolling Stones o los Kinks, por ejemplo. Tras su arribo a Norteamérica se convirtieron en el grupo importante de la subsidiaria discográfica de la compañía MGM (lo cual significó su aparición en filmes de la Metro-Goldwyn-Mayer).

Eran originarios de la ciudad de Mánchester y contaban con un carismático vocalista, Peter Noone. Los otros integrantes eran  Keith Hopwood (guitarra), Karl Green (bajo), Derek «Lek» Leckenby (guitarra y voz), y Barry Bean Whitwam (batería), a los que se les había unido Noone como voz principal. Éste era el miembro más joven (16 años), pero ya tenía experiencia como actor en la serie de TV británica Coronation Street.

Sus primeros éxitos fueron adaptaciones de piezas inocentes salidas de la factoría neoyorquina del Brill Building. «I’m Into Something Good», «I’m Henry VIII, I’m» o «Mrs. Brown You’ve Got a Lovely Daughter», entre ellas. Fueron invitados en repetidas ocasiones para el Show de Ed Sullivan. Y entre 1964 y 1965 lograron colocar siete de sus canciones en el Top 10 en las listas de popularidad de los Estados Unidos: “Show Me Girl”, “Can’t You Hear My Heartbeat”, “Silhouettes” y “Wonderful World”, además de las ya citadas. Melodías alegres, sin mayor fin. Temas muy elementales en lírica e instrumentación y que apenas rebasaban los dos minutos de duración.

Sin embargo, a partir de 1966 cambiaron de perfil, avanzaron hacia el pop orquestal en temas memorables como No Milk Today o There’s a Kind of Hush (All Over the World). Canciones salidas de las plumas de compositores como Graham Gouldman y John Carter de la mencionada fábrica.

Los Herman’s Hermits habitaron durante esos años una geografía emocional  de amores adolescentes, ingenuos y simpáticos. Sin embargo, al rock llegó la poesía, la concientización social y política, la psicodelia, el virtuosismo instrumental y todo ello acabó con el arrobo por tal grupo. En 1971, Peter Noone lo abandonó por una carrera como solista.

El resto de los Herman’s Hermits siguió de gira por años y por los Estados Unidos, mayormente, instalados en la corriente nostálgica y entre pleitos por los derechos del nombre. Hasta ahora nadie se ha ocupado de legitimarlos bibliográfica, discográfica o documentalmente. Aunque vendieron millones de discos no han sido ungidos al Salón de la Fama del Rock & Roll y sí al terreno del olvido, aunque le hayan procurado a muchos sus barritas de alegría.

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