Negritud

¿Cómo suena?

Por SERGIO MONSALVO C.

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El concepto de la negritud surgió en el preciso momento en que el primer ser humano negro fue esclavizado por los blancos imperialistas y arrancado de su lugar de origen: África. Un siglo pasó en ese estado en la Unión Americana, sometido a una brutal servidumbre y sin expectativa alguna.

Hubo robo de vida, de libertad, imposición de trabajo y hacinamiento; hubo latigazos en la espalda, cadenas en los brazos y piernas, carnicera ejecución si disentía; destrucción de su familia; violación de sus mujeres; venta de los hijos; así como otros muchos actos destinados, principalmente, a negarle cualquier derecho, por mínimo que fuera.

Su melancolía, padecimientos y experiencias las expresó a través de la única cosa que pudo llevarse consigo al ser desarraigado: la música. La llevó dentro de sí. Aquellas raíces interiores se fueron entrelazando y fundiéndose en el sitio de implante con la diversidad de otros semejantes hasta convertirse en una manifestación fuerte y concentrada.

El blues, que contenía la principal esencia de aquella negritud, nació así durante el turbulento periodo que siguió a la Guerra Civil estadounidense, al enfrentar los negros del sur del país –la mayoría– un cambio total en los fundamentos de sus vidas bajo el duro yugo de la esclavitud, a causa de su repentino cambio de status y sus ajustes con una libertad otorgada sólo en el papel.

En muy poco tiempo, descubrieron que un sistema de opresión simplemente había sido reemplazado por otro, en última instancia no muy distinto de la anterior servidumbre física. En algunos aspectos era mucho peor, al surgir una serie de presiones –económicas, psicológicas y culturales– que no estuvieron presentes, en el mismo grado o con las mismas implicaciones, durante el tiempo de la esclavitud.

El blues, principalmente, reflejó a lo largo de su historia con visión certera el producto de las vicisitudes, los estilos de vida, los valores culturales y la comunidad de intereses de la mayoría negra de los Estados Unidos. El intérprete de tal música se colocó, en diversas épocas y etapas del siglo XX, a la vanguardia en la articulación de dichos sentimientos y reclamos sociales.

Destiló, mediante una forma musical dotada de sencillez, franqueza, sensibilidad e inmediatez –y con distintos derivados–, los anhelos, disgustos, desafectos, esperanzas y el carácter humano de una raza dedicada a la búsqueda de sí misma dentro de la matriz de una sociedad que primero la sometió y luego, en gran medida, la abandonó a su suerte.

El poder paliativo de los diversos estilos producidos por aquél, desde entonces, ha sido la clave de su trascendencia. Poca duda cabe que su mensaje  través de ellos ha ayudado a muchos negros a resistir la debilitante denigración social, psicológica y económica de la cual son objeto por parte de una sociedad racista en general, a alzarse por encima y enfrentarse a ella.

El mensaje del blues era distinto, en un sentido significativo, del de los cantos spirituals que lo precedieron, los cuales pugnaban por ofrecer la otra mejilla, desviar, negar o sublimar la dolorosa realidad de una vida que transcurría en la oscura sombra del sueño norteamericano.

No, la música negra en sus distintas vías y evoluciones (jazz, rhythm and blues, soul, funk, rap, spoken word, hip hop, urban poetry) ha mirado la vida de frente, la ha comentado con sinceridad y contado las cosas tal como son. En sus letras trata sin vacilar todas las vivencias y sentimientos compartidos por los afroamericanos.

Si bien muchas veces esas letras son duras y brutales, esto no es para menos: los hijos blancos del Tío Sam nunca les han dado respiro y sí muchas restricciones a sus derechos más elementales, tanto humanos como civiles.

En el siglo XXI, esta situación continúa pero dentro de una realidad aumentada. El racismo busca la destrucción de la negritud. Y lo hace desde la cúpula del poder, en el país más poderoso del mundo, tras la presidencia de un hombre negro, que buscó gobernar para todos y sin explotar el resentimiento justificado.

Ahora, esa sociedad que no aprendió nada, ungió a su contrario: al blanco ignorante, al resentido, al racista legalizado que ha jurado destruir lo andado, volver al pasado y justificar cualquier acción en ese sentido. Sin importar que esa destrucción sea resultado de una reacción excesiva ante un hecho menor.

Sin importar que el origen de tal reacción sea un malentendido. Sin importar que la destrucción se apoye en una política ridícula y esperpéntica. A quienes destruyan no se les hace, ni hará, responsables de nada. Será la forma superlativa de un dominio que busca su comeback y cuyas prerrogativas incluyen todo tipo de actos, desde revocación de leyes y derechos hasta palizas y humillaciones. Esto le sucede a la gente negra. Le ha sucedido siempre. No se ha responsabilizado a nadie nunca.

Pero ahora han sido las herramientas culturales las que han salido a la palestra para mostrar esa realidad a través de la literatura (la novela, el ensayo, el artículo de fondo), el cine (en largo y cortometraje), en las series de televisión (independientes o de cadena) y de la música (como siempre).

El mundo ya sabe que esa violencia histórica no tiene excusa aunque los Estados Unidos se crean  excepcionales, grandes y nobles luchadores solitarios que defienden la democracia de “los terroristas, los déspotas, los comunistas, los bárbaros del sur y otros enemigos de la civilización”.

Asimismo, surgen por doquier propuestas artísticas que urgen a ese país a reconocer los crímenes y atrocidades históricas cometidas contra su propia gente.

Como la de Denys Baptiste, un intérprete del jazz británico que ha tenido su mayor repercusión en la última década, a partir del uso de la electrónica. Tras ello, la negritud fuera de las fronteras estadunidenses ha tenido en él a uno de sus mejores representantes. Él encarna al nu-jazz que florece en las tierras de Albión.

Es un verdadero mago en el arte de narrar el género. Sus dones están muy bien trabajados y todos plasman en su obra la ambigüedad de la realidad contemporánea, sus miserias y su espesor social.

Este saxofonista tenor utiliza para sus fines distintas voces y un objetivo común: la lucha por los derechos humanos. Exige cuentas a los gobernantes. El góspel, el blues, la música afrocubana, el rap, la poesía hablada, en tributos mayores a Martin Luther King, a Nelson Mandela y demás luchadores negros. Con un panorama siempre abierto a la denuncia.

Asimismo, está The Weeknd, el entramado del vocalista canadiense Abel Tesfaye, quien se ha convertido en los últimos años en una de las influencias más determinantes de la escena musical indie.

Sus maneras sonoras y líricas han creado un espacio para imprimirle nuevas directrices al rhythm and blues y al soul (en sus acepciones más contemporáneas) y, de alguna manera, alterar la inercia del pop, género que poco se ha preocupado por los aconteceres sociales.

Este personaje ha tenido injerencia fundamental y explícita en una nueva camada de productores, cantantes y compositores que se han dado cuenta de  las posibilidades de presentar otros lenguajes al margen de los convencionalismos más ortodoxos sin necesidad de dejar de lado su gusto por estilos populares.

Y dentro de la misma Unión Americana hay dos ejemplos serios de tales planteamientos con vocación social. Uno de ellos es el de Kendrick Lamar Duckworth, mejor conocido como Kendrick Lamar, que no es de esos músicos arribistas a quienes el mercado, el consumo, la fama y la ostentación les señalan el paso.

No, él ha seguido desde sus comienzos la ruta marcada por los tótems del rap (movimiento con el que despliega una gran paleta estilística) y de la cultura negra, dentro de la cual muestra respeto por sus referentes artísticos, por aquellos que lo instaron a sentirse orgulloso del color de su piel y enfrentándose a quienes la denigran.

De ahí que su obra sea casi una síntesis de la historia de los conflictos raciales en Estados Unidos, de la cultura afroamericana y de su situación actual. En ella hay tanto profundidad emocional como narrativa. Uno de sus temas (Alright) ha sido adoptado como himno en las protestas contra la violencia policiaca y en las manifestaciones anti Donald Trump.

El otro ejemplo es D’Angelo. El detonante para que su talento se diera a conocer mayoritariamente fueron las reyertas raciales acontecidas en Ferguson, Misuri. Tales acciones inspiraron el componente sociopolítico del que se nutrió la producción de su álbum Black Messiah.

Con él demostró haberse convertido en el artista de referencia del género en su vertiente más madura y de mayor repercusión internacional. Eso se hizo notar en la música. Todo material suyo tiene vida propia.

El talento del virginiano cuajó en un fresco que presenta su aprendizaje en diversos temas lo que lo volvió más combativo al opinar sobre las Panteras Negras, la negritud o la ecología. Apoyado por beats de batería descomunales, pianos minimalistas, capas vocales insospechadas, blues futurista, góspel cubista y funk expresionista.

«La historia no es el pasado, sino el presente», decía el pensador afroamericano James Baldwin. El discurso sobre el racismo tiñe las diferencias en los Estados Unidos. Al igual que ayer, al igual que siempre. Es un país que no aprende.

La obra de todos los artistas mencionados y otros más (como Drake, Vince Staples o Wiz Khalifa, por mencionar algunos) reivindica la negritud como el color desde el cual analizar el entramado de saberes, relaciones de dominación, imaginarios colectivos y formas de explotación que ar­ticulan el sistema de dependencias del mundo moderno y contemporáneo.

En cuanto al devenir-negro dentro de su territorio (y del mundo en general), el pensamiento blanco más retrógrada –instalado en la Casa Blanca— está sumido en la ignorancia, en el acto de fingir inocencia y en la invención de  argumentos para falsear una realidad histórica de la que tal pensamiento fue el creador y su verdugo.

 

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