BILLIE HOLIDAY / I

LADY DAY POR SIEMPRE

Por SERGIO MONSALVO C.

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No es que cantara como lo hacía y punto. No. Hoy, como en ese entonces, como mañana, la voz de Billie Holiday te involucra y no puedes escaparte de sus certezas, que siempre serán un cobijo para las tuyas. Por eso el de ella fue (es) un arte universal.

En él caben el gesto vocal, la coloratura, el drama, el toque suntuoso del jazz, y la actitud: en síntesis, es el estilo encarnado. Una forma que se proyecta en cada hecho y cada palabra interpretada.

La voluntad por el tono existencial y también la chispa del romance aparecen en las letras que interpretaba. Debido a lo cual le costó el triple de trabajo que a cualquier otro ser lidiar con tales consignas.

Como consecuencia las fracturas de la vida le llegaron una y otra vez y nunca lo dejaron de hacer, como dentelladas de perro rabioso.

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En su canto hubo el esfuerzo y los rastros del que sobrevive, del experimentado lleno de cicatrices que no se ufana de ellas ni las ostenta, pero que sabe son suyas y le pertenecen.

Por lo tanto cuando la escuchas crees en la esencia de lo que glosa, en su legitimidad y tienes el convencimiento de que las palabras son recovecos de la propia vivencia trastocados en canción.

La existencia no tiene remedio, parece decir, pero la afirmación no es una sentencia trágica o resignada. En su oficio significó también el rescate de una llave verbal que abriría los instantes vividos de cualquiera que la oyera en el futuro.

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Cada melodía llega desde entonces como un evocador sentimiento presente, eterno, que procede a redescubrir. Emite su misterio y luego lo desmenusa.

No en los tonos regulares que la gente está acostumbrada a percibir, sino con el manejo diverso de lo que una voz puede crear al echar mano de la balada como caleidoscopio, como aparato de ilusionismo para encontrar las formas de lo que duele, poco o mucho.

El asombro ante dicho manejo ilumina las imágenes y obliga a sostenerse en el sinremedio con vibrantes frases metafóricas y de reconocimiento. Reflejo y espejismo que se despejan, gracias a sus intenciones.

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Si preguntas cómo canta, te puedo responder que nunca has oído frasear a alguien tan lenta y cansinamente, ni arrastrar así la voz. No traza coordenadas exactas que te ubiquen en la nostalgia o la melancolía, pero al oírla sabrás que te ha localizado en el mapa de las emociones.

Esta explicación sobre sí es algo que seguro la hubiera halagado. Siempre pensó que diferenciarla era el mejor cumplido que podían hacerle: el estilo era su orgullo.

El estilo es el único modo en que un artista puede decir lo que tiene que decir en forma particular. “La frase soy yo”, solía afirmar Miles Davis, por ejemplo.

Y si el resultado es insólito, como en ella, no es porque las palabras en que se expresó lo fueran, pero sí la manera que tuvo esa cantante, esa mujer, de concebir el universo que la rodeaba. Lo que el lenguaje hizo fue ceñirse a su visión del mundo como lo hacen las mallas de una bailarina a su cuerpo.

Lady Day (como la evocaban los músicos) fue una persona dotada de una sensibilidad y una inteligencia nada ordinarias, que vio y sintió cosas donde los demás no.

Porque, justamente, una de las misiones del arte es develar realidades que para el común de los mortales pasan desapercibidas: un sentimiento, una perspectiva, una trama, un resplandor, un matiz. El artista es un revelador. Y esa revelación se concreta en una forma que se denomina estilo.

Gracias a él fue respetada por los músicos de jazz y de otros géneros y parte de ese respeto estuvo también relacionado con su accionar en escena: salía, comenzaba a cantar, caminaba con elegancia por el escenario, terminaba la pieza, hacía una inclinación y se iba; jamás pretendió ser una vocalista de variedades.

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Su personalidad se sublimaba ante la emoción especial que exhibía y comunicaba en tales demostraciones, así como por su magnífico dominio de lo musical.

Supo, además, acompañarse de instrumentistas ejemplares y de arreglos concebidos para complementarla a la perfección. Fueron el fondo de terciopelo que enmarcaba la joya de su voz.

Teddy Wilson, Lester Young y Buck Clayton la amaron de veras en escena. Las grabaciones que realizó con ellos están entre los máximos placeres del jazz.

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Todavía hoy resulta sorprendente si se le escucha por primera vez. No se parece a ninguna exponente conocida y cuanto más se oye su voz, más se comprende lo adecuada y justa que era para el significado de lo que interpretaba.

Esto, al igual que su capacidad emotiva y gusto melódico se fundían con lo que cantaba en ese momento para hacer del tema una obra de arte individual, de la especie que sólo el blues y el jazz pueden favorecer. Nunca transformó una pieza en busca del efectismo; para ella el resultado dramático y el musical eran lo mismo.

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Con el transcurrir doloroso de su vida y de experiencias infames, los tempos musicales se volvieron más y más lentos; en su repertorio pulularon historias que hablaban de amores no correspondidos, rotos, mancillados, con una profundidad y franqueza contundentes.

Su existencia fue en verdad muy trágica, pero supo mantener la distancia artística. No se limitaba a recrearse en tales sentimientos frente al micrófono.

Aprendió a extraer de sí misma esos sentimientos y a trasmitirlos con sinceridad al escucha, con un matiz de oculto sollozo: fue la quintaesencia de la balada; de la magia y el estilo. Lady Day por siempre.

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