JOHNNY CASH

LA ROCKOLA DE CARONTE

por SERGIO MONSALVO C.

Este es un pequeño homenaje con motivo del que hubiera sido el 80º aniversario del nacimiento del hombre que cruzó las líneas de los géneros y con ello rompió esquemas y purismos. Mostró que el origen es destino al caminar del lado oscuro de la vida y con la soledad del outsider. Su nombre Johnny Cash…

Mientras escucho, puedo ver cómo Rick Rubin camina hacia Johnny, que se encuentra sentado y silencioso en aquel sillón. Lo toma del brazo y lo lleva delante de sus responsabilidades, frente a su guitarra, al micrófono, la consola de grabación, frente a su vida y su muerte. Frente a un espejo enmarcado por luces apagadas.

Nada invita a la ensoñación y es como si la dignidad que rodea al cantante consistiera en un edificio recién bombardeado, con cascajo amontonado y hierros retorcidos. El paisaje para después de la batalla. En esta ocasión —la última— el músico no cantará sólo sus piezas, algunas serán ajenas en autoría, no así en identificación.

La guitarra suena y Johnny canta franca y sinceramente en sus discursos vitales lo que alberga su corazón al final del día. La puesta en escena del productor Rubin es la necesaria: dentro de la iglesia episcopal St. James se lleva a cabo este oratorio.

Quienes lo rodean se miran a los ojos y la tensión está a tope. Ya saben lo que va a suceder. Las cartas están echadas y conocen el desenlace. Johnny, al igual que su antiguo camarada Elvis, también abandonará el edificio tras la función de este postrer escenario.

Todos quieren saber más cosas sobre él, no únicamente las leyendas y tópicos cinematográficos. Cosas que no se saben y que ahora pondrá en la mesa. Su serenidad y aplomo impresionan y alborotan la inquietud colectiva.

Hablará en cada tema de sus obsesiones, adicciones y de cómo caminó siempre por la fina línea abismal que ahora se borra al estar cara a cara con esa presencia oscura, intangible y determinante.

Escuchamos cada track como un réquiem de cuerpo presente. Asistimos al anticipado funeral de Johnny cantado por Cash. La cuarta y final entrega de su testamento musical se llama The Man Comes Around.

Johnny tiene ganas de enfatizar, de manifestar sus sentimientos de manera fuerte y contundente. En fila, una tras otra, surgen entonces 15 canciones enmarcadas de una forma tan seca, espartana y orgánica como sólo lo puede hacer Rick Rubin (un ecléctico productor discográfico de amplia paleta que sabe sacar el oro de las canteras más duras, enraizadas y escurridizas).

Se trata de un conjunto tan bello como turbador. La belleza de la herida no deja de sorprender. El mismo Johnny, tan curtido en las idas y vueltas al infierno, aún es capaz de admiración por ese sonido que le asignó Rubin.

De esta manera el propio Cash ha plasmado su necrología, quizá para aliviar el dolor. Todas esas imágenes reunidas vienen del camino ¿de dónde si no? Y todas tienen características en común. Todas están impresas en blanco y negro, mejor dicho en diferentes tonos de gris, como ya poco se estila, y por lo tanto todas están desprovistas de color.

Son documentos hermanos para testimoniar los vuelcos y revuelcos de un cantante country que siempre supo transformarse para continuar. Y lo hace hasta con su propio fin.

Se percibe en las canciones la espesura que envuelve las dos orillas del río: la de la vida, agridulce, densa y plagada de dudas, y las de la desoladora nada: “Conozco la muerte —dice un personaje de La montaña mágica de Thomas Mann—, salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas”. Cita confirmada por el cantante.

¿Pero, qué es lo maravilloso de todo este cuadro? El hecho de que Cash, bajo las circunstancias en que se encuentra (con la parca rodeándolo por doquier, con 70 maltratados años a cuestas, entre drogas, alcohol y otros excesos; el reciente fallecimiento de su llorada esposa June y enfermo de neumonía con varias recaídas durante las sesiones de grabación), haya percibido claramente los signos de otros músicos que saben quién es quién, pero que —en el imaginario colectivo— tienen poca relación entre sí, para armar su repertorio de canciones de despedida.

Porque eso es lo que quería, un disco de despedida y no uno póstumo. Uno para el que se preparó durante la última década con la serie American.

Cuatro discos que convocaron géneros diferentes al igual que sus características, pero que esencialmente se erigen en la defensa de un conjunto de valores que se saben extintos y marcados en definitiva por la personalidad de su intérprete.

En la cuarta entrega aparecen temas de Paul Simon (“Bridge over Troubled Water”), Sting (“I Hung My Head”), Ewan McColl (First Time Ever I Saw Your Face”), The Beatles (“In My Life”), The Eagles (“Desperado), Hank Williams (I’m So Lonesome I Could Cry”) y sobre todo el sarcasmo de Martin Gore (“Personal Jesus”) tornado en creencia inquebrantable, así como “Hurt” de Trent Reznor y sus razones sobre la autodestrucción.

Metáforas, declaraciones, reafirmaciones, confesiones, luchas con fantasmas y manifiestos hechos por un intérprete transgenérico, como reclaman los nuevos tiempos y los nuevos públicos, ante la resignación del último aliento.

Los enigmas del arte, en la frontera de la vida, asomaron las orejas e hicieron a Johnny más sabio por diablo que por viejo.

A los demás nos queda escuchar de qué manera alguien como él, que permeó su género por medio siglo a base de baladas mórbidas y marginales, hace mutis del foro volviéndose a transformar.

Y esa transformación se escucha de forma tan impactante (vía la producción tecnológica) y conmovedora (vía la lírica rockera), con las palabras de otros hechas suyas, acercadas a su terreno, y con una voz en primer plano llena de la autoridad y verosimilitudes, que permite oír y saberla muy real y humana. Así cantó para despedise el Hombre de Negro.

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