CAMBIO Y FUERA:

DESERTORES DE LA ERA

por SERGIO MONSALVO C.

Durante la historia del rock, hablando de éste como cultura viva, las décadas habían sido el periodo de tiempo sobre el que se medían los cambios habidos en el género.

Hasta fines del siglo XX los investigadores, sociólogos, antropólogos e informadores musicales tomaron esa unidad temporal como medida de común denominador, pese a que son diversos los movimientos y corrientes que se suceden durante un decenio -poco tienen que ver los años 1961 con 1964 o 1969, por ejemplo- y los hubo que incluso se produjeron de manera simultánea -si comparamos el 1977 de Londres con el de Berlín o Japón, en otra muestra, parece que habláramos de mundos diferentes-.

Al arribar el siglo XXI llegó un decenio, el de los años cero, en que fue difícil saber cómo denominar tales cambios (se echó mano de los prefijos: trans, neo, post, etcétera) y pronto dichas transformaciones se manifestaron demasiado rápidas y elusivas como para ser acotadas mediante una unidad de tiempo tan inexacta como es la regla de los diez años.

 

En ello tuvo qué ver la tecnología (de información, grabación, distribución y acceso) y sus diversas herramientas, que fragmentaron todo el espacio y el tiempo en el que las cosas se movían en ese ámbito hasta entonces.

Para algunos, el barullo en que se convirtió todo ello se les presentó como un laberinto, un enigma insoluble o un colapso. Buscaron una salida de emergencia y hasta rechazaron continuar en la cresta de la ola del éxito (algo impensable para los huéspedes de la escena musical).

Simplemente esos intérpretes (y compositores) plantaron su raya y se bajaron del tren bala en que va instalada la musica. Se autoexiliaron, a favor de la calma, de la marginación o del abandono total. “Los tiempos están cambiando”, diría uno de los inquilinos más antiguos de la misma (y que durante su paso por China advirtió una forma del futuro humano que lo hará revisitar su propia obra)

 

Para ellos la cosa terminó. Una vez que se detuvieron a pensar en estas cosas les sobrevino a todos un pasmo en general. Sintieron que los cambios ya eran demasiado radicales. Que su vida artística y personal ya llevaban rumbos distintos, en fin, prefirieron autoexiliarse de su forma de expresión (o alguna de ellas) y buscar su acomodo de otra manera en la época que nos rodea: “Un estado mental anterior había sido anulado», como definió la cuestión Mike Skinner, líder y, prácticamente, único miembro del grupo The Streets.

A principios de 2011 este grupo editó su quinto y último disco, Computers and blues, y anunció su retirada del mundo de la música. El hip-hop inglés se quedó, así de un solo plumazo, sin su figura más representativa hasta el momento.

 

El nombre de Mike Skinner era el de un tipo cuya lírica se estudiaba ya en universidades y cuyo trabajo, según la crítica británica, debía ser comparado con el de Samuel Pepys o William Shakespeare más que con el de Eminem, por ejemplo.

«He madurado, pero he logrado que la gente que me sigue no se haya dado cuenta de eso. En esta era es complicado madurar en público, nadie tiene tiempo para ti», apuntó al despedirse entre loas de crítica y público.

A su vez, James Murphy, acaso el autor que dotó de contenido al revival del pospunk y actuó como catalizador del exitoso cruce entre electrónica y música indie, anunció poco después el fin de su LCD Soundsystem con dos conciertos en Nueva York.

Acaso haya sido ésta la despedida más plástica hasta la fecha. La firmó una banda que en todo su esplendor, tras tres discos de colección, ofreció un gran concierto de adiós ante un repleto Madison Square Garden.

En definitiva son varias las cosas que se han quedado patentes sobre el éxito de Murphy: no hace falta tener carisma ni un cuerpo esculpido para ser solista de una banda de moda; que luego te puedes dedicar a editar canciones a tu aire por completo o que retirarte a tiempo puede ser una victoria –sólo el tiempo lo dirá–.

Y  a la postre, el grupo The White Stripes (es decir, Jack y Meg White) también acotó recientemente que la banda que había fijado los términos del rock de los últimos años dejaba de existir. Y aunque Jack White es un músico que detesta lo digital e Internet, publicó en su página web (más bien la de la compañía discográfica) que sí, que el dúo de Detroit confirmaba de manera oficial de su disolución.

«La razón no fue debido a diferencias artísticas, falta de deseo de continuar, ni por problemas de salud… Es por muchas razones, pero sobre todo para preservar lo que es bello y especial de la banda. Gracias por compartir esta experiencia», rezaba el texto.

La verdadera causa fue que tras publicar en 2007 su sexto disco Icky thump, el dúo suspendió su gira por problemas de salud de Meg. Ésta aseguró que no podía soportar “la ansiedad” que le provocaba tocar en vivo. Se estresaba demasiado ante tanta agitación de giras y presentaciones.

Ella ha desaparecido de la luz publica mientras Jack White empezó una serie de exitosos grupos paralelos (The Dead Wether o The Raconteurs), se convirtió en un reputado productor de estrellas venidas a menos como Loretta Lynn o Wanda Jackson y se mudó a Nashville con su mujer y sus hijos. Nunca descartó un regreso de The White Stripes hasta la publicación de dicho comunicado.

Se acabó la fiesta y la vida pública para ellos. A ninguno de estos grupos le dio tiempo de editar ese disco fallido que cuestionara la relevancia de todo artista en las horas previas a su autodestrucción.

Mientras el tiempo del rock, vía la mezcla de estilos, épocas y geografías a través de la Red principalmente, se dedica a correr a toda velocidad y en casi todas las direcciones posibles, tres de los puntales del género que presenciaron en directo y en primera fila el devenir del último decenio decidieron bajarse unas cuantas estaciones antes de las que su talento y el negocio suponían.

Así es el espíritu de los tiempos actuales: hay que vivir con una gran variedad de personalidades y a muchos artistas les cuesta tener o construir más de una.

Para Mike Skinner tener más de una significaba perderse las realidades de la escritura o de la escena y su crecimiento como artista. No tenía tiempo para ambas. Optó por la primera.

James Murphy escogió dejar en la cumbre a LCD Soundsystem y la esquizofrenia que significaba crearse distintas identidades siendo una persona tímida, porque entre el compositor solitario, el intérprete en el escenario y el personaje público que tenía que hacer conferencias de prensa y firmar discos y autógrafos, estaba más que confundido sobre cuál era el que actuba y cuál era el auténtico. Optó por buscarse a sí mismo.

Y a Meg White le pasó lo que a la protagonista del Mago de Oz: se dio cuenta de que ya no estaba en Kansas (Detroit en este caso) y le entró una nostalgia provinciana que le causó un colapso nervioso y el absoluto deseo por desaparecer del mapa. Optó por el anonimato.

La edad hipermoderna requiere de saber dividirse en tantos pedazos como sea necesario sin perder la ubicación (física o virtual), la voluntad creativa y saber que se estará expuesto globalmente, para bien o para mal. Si no se puede con eso, lo recomendable (como hicieron los intérpretes mencionados) es salirse de la autopista y buscar un camino secundario para no extraviarse más en un mundo que ya es otro.

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