759. David Bowie: Outside (II)

Por Sergio Monsalvo C.

En el álbum 1.Outside los versos de Baudelaire se vuelven como nunca tan nítidos como terribles: «¡Soy la herida y el cuchillo!/ ¡La mejilla y la bofetada!/ Soy los miembros y la rueda/ Soy el verdugo y la víctima». Los textos de Bowie y la música de la dupla con Brian Eno en una fraternización de fantasías cuya crudeza data de los orígenes mismos del rock.

Los catorce temas que integran la obra, individual o colectivamente, son un auténtico desfile de la carne sometida; el espíritu de los tiempos canalizado por la imaginería de estos dos músicos empeñados en inyectar dosis de misterio y energía al fin del milenio, en el cual el sida vino a agregar el miedo a la sangre.

El concepto de Bowie/Eno, con el detective profesor Nat Adler (uno de los tantos alter egos de Bowie) como personaje, viene a hablar de un mundo fetichista, de las ceremonias sanguinolentas dedicadas al deseo, al arte del realismo extremo como único afecto por la vida y la muerte.

Viernes, 31 de diciembre de 1999, 10:15 AM. Habla Adler: «Como en cualquier crimen, el primer paso consiste en revisar el archivo de posibles motivos. El reciente aumento –hasta 1998-1999– en el número de asaltos conceptuales en realidad ya me había hecho esperar que ocurriera algún asesinato artístico. Era el momento justo para un crimen de esta naturaleza. Los antecedentes estaban ahí.

“Es probable que todo haya comenzado en los años setenta, con los castracionistas vieneses y los rituales de sangre de Nitsch. El asco público acabó con dicho episodio, pero el buen espíritu que se alimenta de lo repugnante no se dejó someter.

“Alimentadas por la vez que Chris Burden se hizo disparar por un colaborador en una galería, confinar dentro de un costal, arrojar a una autopista y luego crucificar encima de un Volkswagen, circulaban por la peligrosa noche de neón de Nueva York las historias sobre un joven artista coreano que en las madrugadas se sometía voluntariamente a cirugías precipitadas en lugares no del todo secretos de la ciudad.

“Si uno se enteraba a tiempo, podía ir a ver cómo este joven se hacía recortar pedacitos de su cuerpo bajo anestesia. Una falange de la mano una noche, luego algún miembro completo. Al llegar los años ochenta, decían los rumores que sólo le quedaba el torso y un brazo. El artista pidió que lo depositaran en una cueva de los montes Catskills, donde sus acólitos le llevaban comida regularmente. No hizo mucho después de eso. Supongo que leía bastante. Quizá se dedicó a escribir.

“Me imagino que nunca se sabe de lo que un artista será capaz cuando llega a su límite. Por la misma época, Bowie, el cantante, mencionó a un par de imbéciles que asistían a los bares de Berlín con la vestidura completa del cirujano: gorros, delantales, guantes de hule y tapabocas. Actuaban sobre el filo.

“Luego apareció Damien Hirst con la cosa esa del Tiburón-Vaca-Oveja. Nada humano, un rito aceptable para el público mundial. El rostro tolerable del gore. Mientras tanto, en los Estados Unidos, en 1994, yo andaba en la ciudad la noche de las escarificaciones de Athey, esas incisiones poco profundas en la piel para producir una sangría” (hasta aquí el detective).

El hombre que cayó a la Tierra (Bowie) lo hizo de nuevo. Despegarse de sus congéneres para esperarlos en otra dimensión del futuro, dándose un festín con las escalas axiológicas. La Gran Comilona.

Una enorme y espesa niebla, el porvenir caníbal, cubre la aldea macluhiana, la devora, la separa del castillo de naipes del predicador ridículo que empieza a descubrir su integración al programa Windows.

Con la narrativa y sonorización de esta obra, la aldea global es arrebatada no hacia las alturas de cielos ávidos, sino hacia la sima profunda del torbellino y el grito cyber. La realidad infra que aparece en el espejo, en la pantalla, en el ambient.

El hombre que lo ha logrado da la cara, las siete, las mil o las que produzca su cartapacio cerebral. Es Bowie, dice uno sorprendido de nueva cuenta, por aquella necesidad de elegirle un nombre. Es Bowie, el creador y su criatura; el asesino y su víctima, el artista y el observador. El investigador de sí mismo, el detective y la coartada artística.

La voz de David, en instantes medidos por la alquimia electrónica, por la negrura de una mirada subterránea plagada de sus propias posibilidades. El proyecto multidisciplinario, con sus imágenes, refleja el movedizo fuego de los incendios incontrolables. Torsos, cabezas, pies, lenguas, son misterios que cruzan y se posan en él, rozándolo con su prisa, arrasando, quebrando los charcos de la escatología, como si persiguieran un tumulto de sombras intranquilas, imprecisas.

Jueves, 27 de octubre de 1994, Manhattan. Ron Athey es un artista del performance no apto para melindrosos ??ex heroinómano, sidoso– repetidas veces se introduce en la frente algo que parece una aguja de tejer. Una corona de sangre que debe dolerle in extremis. El chorro rojo gotea, gotea. Nada de gritos. La cara se contrae de dolor. Lo llevan cargando al fondo del escenario, donde lo frotan con su propia sangre. Luego con agua. Se viste con un bonito traje y corbata.

A continuación, el mismo artista, de playera negra y pantalón de mezclilla, traza dibujos con un escalpelo desechable en la espalda de Darryl Carlton, un hombre negro. Las servitoallas llenas de sangre seca cuelgan de un tendedero suspendido sobre las cabezas del público. Son impresiones de sangre tomadas de la vida. Es una edición sumamente limitada.

Al presentar por primera vez en marzo esta obra, «Cuatro escenas de una vida cruel», Ron Athey hizo explotar la metralla de la controversia en todos los niveles del Fondo Nacional para las Artes: «Hemos tomado todas las precauciones posibles en lo que se refiere a la eliminación de la basura ??indicó el vocero de Athey–. Las toallas ensangrentadas se depositan inmediatamente en bolsas especiales para desechos peligrosos. Todas las noches estas bolsas se llevan a un hospital para su eliminación final». Athey afirma que su obra trata de cuestiones como la aversión contra uno mismo, el sufrimiento, la curación y la redención.

Outside, el proyecto multimedia de Bowie, con sus personajes encanallados, viviendo al margen y con hambre de curiosidad –tan de moda en la sociedad de consumo–, es una parábola del sufrimiento que poco a poco irá extendiendo la dilatada magnitud de sus signos y símbolos.

Bowie implanta en un futuro contra reloj un equilibrio de lírica y música ambiental dentro de la pesadilla melancólica del arte efímero, que expone literalmente las vísceras como provocación y cuestionamiento para el fin del milenio: 31 de diciembre de 1999.

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