741. Tres momentos (con Gustavo Sáinz)
En la construcción de uno mismo como persona, siempre es importante contar con la participación de buenos docentes, y por buenos me refiero a los que no sólo enseñan sino también motivan (la curiosidad, la hechura, la investigación, la experiencia). Por fortuna yo sí los tuve, en la secundaria y preparatoria, por ejemplo, con Germán Dehesa en las asignaturas de Literatura Universal y Mexicana.
En este último rubro él me dio a conocer al comienzo de los años setenta a quienes habían sido malamente etiquetados por una viejita extraviada en el anteayer como “Literatura de la Onda”: José Agustín, Parménides García Saldaña y Gustavo Sáinz.
Ése fue mi primer momento con el escritor de Gazapo, como lector. Lectura que disfruté, al igual que la de los otros mencionados. Una literatura mexicana diferente, contemporánea, con la que me podía identificar, en la que indagaba novedosos andamiajes y temáticas y de la que obtenía referencias y bagaje. Fue un encuentro que despertó mi hambruna por las palabras, por el entorno cercano y por los horizontes generacionales.
El segundo momento, como discípulo, se dio entre 1973 y 1977 cuando Gustavo Sáinz fue mi profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, donde coordinaba la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva e impartía las materias de Literatura y Sociedad, Cine y Diseño Editorial, como integrante de una plantilla de profesores única e irrepetible: Emilo García Riera, Fernando Benítez, Miguel Ángel Granados Chapa, Froylán López Narváez, Manuel Buendía, Julio Scherer, Alberto Dallal, René Avilés Fabila, entre otros, así como una paleta de escritores e intelectuales sudamericanos exiliados, debido a las dictaduras militares en sus respectivos países.
Gracias a su guía sus alumnos (muchos convertidos hoy en divulgadores culturales en diversas disciplinas) leímos con método y asiduidad novelas tanto estadounidenses como europeas, latinoamericanas y mexicanas. De estas últimas, nos descubrió a escritores marginales y subterráneos como José Ceballos Maldonado y Luis Moncada Ivar, por mencionar algunos.
Nos volvió asiduos de la antigua Cineteca Nacional y El Salón Rojo, fertilizando nuestra cinefilia; invitó a escritores, periodistas, cineastas, poetas, para que conversaran con nosotros en clase. Fue un tiempo de esplendor en la hierba, vivido con avidez y vehemencia.
A algunos de sus discípulos nos invitó a visitarlo varias veces a su casa de la Colonia Cuauhtémoc. Ahí pude ver su numerosa biblioteca y su colección de discos (a la que me dirigía regularmente para ver qué nuevos ejemplares había sumado).
Yo tenía, y tengo, una marcada inclinación por el rock, así que los libros y artículos de José Agustín y Parménides en donde el género aparecía como protagonista eran mi pan de cada día. Gustavo no lo tenía por tal en sus escritos, pero estaba al día en cuanto a ello y su aparato de sonido Romex-Vega lo podía testificar. Eso me hizo tenerle mayor consideración en mi escepticismo de época hacia los mayores de 30 años.
El tercer momento llegó al convertirme en su colaborador cuando fue nombrado Director de Literatura de Bellas Artes por Juan José Bremer (director del INBA) y se llevó consigo a varios de nosotros (siempre tuvo confianza en sus alumnos). Las oficinas de tal Dirección se habían trasladado de la mugrosa y siniestra calle de Dolores al tercer piso de la Torre Latinoamericana, en la Avenida San Juan de Letrán (hoy Eje Central).
Obra de Sáinz dentro de este periodo fue la fundación de uno de los suplementos culturales más interesantes y de mejor calidad de contenido que se hayan hecho en México: La Semana de Bellas Artes. Empezó a aparecer en 1977 y los coordinadores editoriales éramos Ignacio Trejo Fuentes, Arturo Trejo y yo, Sergio Monsalvo C. (Emiliano Pérez Cruz había renunciado poco antes). El suplemento tiraba 300,000 ejemplares, aparecía los miércoles y se distribuía como inserción en varios periódicos nacionales (entre ellos El Universal), de manera gratuita.
En La Semana de Bellas Artes se publicaron traducciones de Las quimeras completas, de Gérard de Nerval, con varios estudios sobre la obra. Hubo números especiales dedicados a la poesía polaca, brasileña, a la poesía visual –en México se desarrolló bastante desde fines de los setenta–, a la nicaragüense, a Roland Barthes, con textos suyos y acerca de su obra, a Emilio Carballido, a Rodolfo Usigli, a Fernando del Paso (con material inédito en todos los casos), a compositores mexicanos y extranjeros y otras variadas cuestiones culturales (fotografía, pintura, escultura, cine, arquitectura, et al), tanto nacionales como foráneas. Por todo ello, se había convertido en el suplemento más importante dentro del medio cultural.
No había un formato específico o secciones fijas y cada número era distinto. A veces se trataba de volúmenes monográficos, otras de misceláneos de lo más heterodoxo, con alternancia de notas, poemas, cuentos, etcétera. Yo trabajé ahí hasta el fin de 1980, y al siguiente año Gustavo dejó la Dirección para ir a dar clases a la Universidad de Nuevo México en la Unión Americana. Luego vino la debacle y La Semana de Bellas Artes desapareció en 1982 de manera infame (pero esa es otra historia).
En una ocasión, Gustavo me llamó a su oficina para encomendarme la hechura de un monográfico sobre Gioconda Belli y su poesía. Estuvimos platicando al respecto y el tema nicaragüense y su revolución nos llevó a hablar del canto latinoamericano y todo eso. A Gustavo le gustaba platicar y siempre había tema de conversación con él, tenía una vasta cultura.
Entrados en la música le referí que en una de sus clases él había mencionado a los Rolling Stones y su aparición en una película de Godard. Le dije que yo era un stoniano de hueso colorado y tras aquel comentario le quise mostrar mi nueva adquisición en ese entonces, el reciente disco Exile On Main Street, la obra maestra del grupo, y su presentación en doble álbum y con unas tarjetas postales como añadido curioso.
Pero antes de la clase ingenuamente me dirigí al espacio que tenía designado el Comité de Lucha de la Facultad a tratar de poner el disco para que se escuchara por toda la escuela. Estaba emocionado. Ahí había un aparato de sonido y todo el día se dedicaban a poner aquel canto latinoamericano al más puro estilo goebbels.
Yo quería hacer un paréntesis en tal monotonía solemne y les mostré el disco que quería poner. Fue el acabose. Los numerosos marxistasleninistastroskistasmaoístas, okupas de un lugar que nominalmente nos pertenecía a todos los alumnos, enfurecieron liderados por la compañera Elvira de larga trenza. Gritaron, entre espumarajos, que ahí no se escuchaba “música del imperialismo yanqui”, y hasta creo que empezaron a cantar “A desalambrar” al unísono.
Ante aquel furibundo despliegue de tal milicia opté por retirarme luego de hacerles una descripción detallada de sus maternidades. Entre risas Gustavo me dijo que seguramente eran fanáticos de otra banda: los Jemeres Rojos, e ignorantes de que los Stones eran ingleses y no gringos y de que el blues prodigado por ellos era legado de una comunidad víctima de dicho imperialismo. Me dijo que el disco le había gustado mucho y que José Agustín y Parménides estaban extasiados con su aparición. Habían hablado mucho al respecto en ese entonces. Estaba en el ajo y siempre lo estuvo.
Como director de Literatura, Gustavo creó la Librería de Bellas Artes, instauró las conferencias (entre las que se pueden enlistar las de Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Luis Spota, Juan José Arreola o las de Felix Guatari y Gilles Deleze, por mencionar algunas), así como las presentaciones regulares de libros, dentro de las instalaciones del Palacio de Bellas Artes y otros recintos, tanto de autores consagrados como de jóvenes y primerizos, que se volvieron multitudinarias, mediáticas, imitadas y famosas por su prodigalidad.
En aquella época Gustavo estaba exultante como escritor. Tenía publicados La Princesa del Palacio de Hierro, Obsesivos días circulares y Compadre Lobo, que junto con sus anteriores volúmenes habían incorporado tanto temáticas como herramientas tecnológicas a la literatura mexicana. Básicamente porque era un experimentador nato, un tipo curioso por las formas narrativas y las estructuras lingüísticas.
Con todo ello abrió posibilidades y fortaleció la escritura de aquella etapa. Y eso nos lo inoculó como escritor, como profesor y como dirigente del suplemento cultural. Se convirtió en parte de nuestra construcción, como en la de él habían sido los escritores, cineastas y demás que lo habían forjado y luego nos mostraría, porque Sáinz disfrutaba de ser profesor, el saber para él adquiría sentido si se compartía.
Con él se instaló su savia curiosa y crítica. Los libros y las teorías literarias que lo permeaban las compartió con nosotros y de esa manera crecimos, al menos como lectores. El quehacer de Gustavo Sáinz tuvo que ver con ello y por eso fue, entre otras cosas, un buen Maestro.
Existen instantes en la formación de la cultura personal que significan una especie de conversión, cuando la materia que se está estudiando deja de ser una cuestión ajena y se convierte por un tris cósmico en una revelación, en una nueva forma de estar en el mundo.
En tales momentos, el que lee, el que oye, el que admira, será transformado para siempre. Y si a dicha circunstancia se le agregan experiencias comunes semejantes habrá descubrimientos generacionales, la cultura de éstas interconexiones crecerá y el pasado será no sólo presente, sino también futuro.