The Beatles

Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band

Por SERGIO MONSALVO C.

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Los padres deben hacerlo. Desde que el niño nace, o antes: ponerlo a escuchar a los Beatles. Nadie será insensible si los ha oído. Hacerlo aunque sea con la única intención de que ello posibilite alguna coincidencia entre ambos en el futuro. Será la gustosa construcción de un puente rico en posibilidades de comunicación.

Y no soy yo el único que lo ha dicho. El mismísimo Gabriel García Márquez lo intuía y atinadamente lo escribió en alguna de sus notas de prensa sesentera. “Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía”, aseguró el Premio Nobel.

“Yo no olvidare aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles –afirmó el escritor–. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles.

“Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres; ‘Help, I need somebody’. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner.

“Otro trataba de repetir otra vez la batalla a favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es oiseau de malheur, es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé, desde entonces, en incluir a los Beatles.

“Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: ‘Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida’. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias.

“Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes –cuenta el autor–, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.

“Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quien soy, ni que carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar.

“Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y otras drogas para soñar.

“Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos”.

Así es mi querido Gabo. Disectaste el arribo de la modernidad al mismo tiempo que modernizabas la literatura. Al mismo tiempo que te hacías un clásico y los Beatles también. Y hoy ambos poseen la modernidad de la vigencia, que es lo más elemental que se puede decir de un clásico.

El álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band es producto de todo aquello y a su vez un clásico. Sus muchas bondades han sido detalladas desde su aparición hace cincuenta años y eso continúa haciéndose ahora para celebrarlo. La historia de los Beatles cuenta con muchos comienzos –todo el tiempo se reinventaban–, y el de hace cinco décadas aún no tiene un final. La efeméride que corresponde a estas fechas (los 50 años del lanzamiento de aquel álbum) desencadenaría otro fenómeno planetario anexado a su ya de por sí largo bagaje: la psicodelia.

En ese momento específico: mediados de 1967, el rock y la industria de la alta fidelidad se complementaron para llevar a los álbumes a vender más que los sencillos. Al frente de dicha revolución se encontraban los Beatles, quienes con el lanzamiento del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band habían dado paso al disco conceptual, al rock como arte y al uso del estudio como si se tratara de virtuosismo instrumental –cuesta pensar que todo aquello se plasmó con una grabadora Studer de 4 pistas–.

Las secuelas del disco, así como los ecos de su última aparición en vivo, eran el pasto de las informaciones cotidianas durante los años del segundo lustro de la década de los sesenta, años en que el uso de las drogas dio inició el rock psicodélico.

Era de rigor su utilización para todo músico que se preciara de serlo, reflejándose en buena parte del rock que se hacía como una nueva estafeta para la contracultura. La conducta revolucionaria resultó a menudo la más constructiva de todas las conductas, poniendo en tela de juicio al sistema y subvirtiendo a la misma sociedad que cultivaba dicha conducta.

El artista —en este caso el rockero propositivo— presentaba una visión de algo que podía ser mejor de lo que era, sobre la base del respeto a la libertad individual. En ese punto de su historia se encontraban los Beatles con el uso del LSD, mediante el cual buscaban  expandir la percepción de la mente y explorar las posibilidades de los estados alterados para canalizar sus expresiones musicales. La experiencia la venían realizando la llevaron a su clímax con el Sargento Pimienta. 

La libertad creativa, artística, proporciona la libertad necesaria para ir hasta el límite de las posibilidades. Los Beatles gozaron de ella, la pelearon desde un principio y los resultados saltaron a la vista. Sin embargo, ellos mismos también se la proporcionaron a quienes colaboraban con ellos. A George Martin para aportar todo lo que estuviera en su capacidad como mago sonoro y a los fotógrafos y diseñadores de sus portadas, en este caso Peter Blake, pintor inglés e icono del pop británico, para hacer lo propio con su imagen.

Él y Jann Haworth, su mujer y colaboradora, intervinieron en un instante crucial para la historia de la cultura, no sólo la del grupo, sino para la iconografía histórica que resumiría quince mil años de imágenes, lo mismo que la proyección para el futuro que llegaría quién sabe hasta dónde. Blake “reorganizó” la memoria del cuarteto en particular, pero como buen artista lo hizo al mismo tiempo con la cultura popular en general.

Reorganizó la memoria individual y colectiva con la capacidad humana de cambiar el destino. La memoria no como simple nostalgia sino como construcción de una imagen. En el rescate de personajes para el gran fresco de presentación del Sargento Pimienta y su Banda de Corazones Solitarios, unió fragmentos de historias particulares e interesantes para el resto de la gente. La memoria fue así una construcción de identidad comunitaria, hecho con el material del que se hace el día con día pero contado para el mañana.

Eso es lo que hizo Blake con la portada del multimencionado álbum. Mantuvo con ello la emoción de contemplar. Una imagen que te atrapa y sientes lo que te está diciendo. Su fuerza se mantiene 50 años después, en un mundo que le da a las cosas en general un nanosegundo vida antes de pasar a lo siguiente. La portada de este octavo disco beatle es un objeto de la actividad iconográfica humana y eso sólo es parte de su interés.

Una parte importante del trabajo de Blake consistió en construir el mundo a través del uso de imágenes abandonadas o desconocidas o desechadas, pero no inanimadas. Trabajó como recolector. Como uno cargado de miradas. Con el taller en su cabeza, con el ojo puesto sobre las cosas. Y con la visión del artista que, como dijo Marcel Duchamp, determina si un objeto es arte o no: “A partir de él, los artistas ya no representan al mundo, lo rehacen”.

Los Beatles lo hicieron con el contenido del disco, con su música y letras, con la poética de todo cuanto los rodeaba –el hecho mismo de escuchar un LP trajo consigo una actitud diferente hacia la música, un compromiso más sostenido de atención hacia ella–.

Blake, por su parte, lo hizo con la imagen de ellos y su mundo –el Cuarteto de Liverpool en el centro de un nutrido collage a base de objetos varios y decenas de personajes favoritos: Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Sigmund Freud, Marlon Brando, Karl Marx, etcétera—, la cual sigue repercutiendo medio siglo después con toda su modernidad.

La modernidad de la vigencia, que es lo que se dice básicamente de un clásico que –como apuntaba Stendhal–, además de todo guarda para cada uno de nosotros la promesa de un gozo reiterado.

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