E-blues

Whiskey para el software

Por SERGIO MONSALVO C.

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La estrofa musical de doce compases se convirtió en la forma definitoria del blues al principio del siglo XX. Desde entonces ha habido muchas variaciones en ella, pero en su base siempre estará dicha estrofa porque es lo que le proporciona su carácter único.

El blues nació durante el periodo que siguió a la Guerra Civil estadounidense, al enfrentar los negros del sur del país un cambio en los fundamentos de sus vidas bajo el duro yugo de la esclavitud, a causa de su repentina libertad. En aquella infamante época, habían sido las work songs (cantos ejecutados a lo largo de la jornada mientras trabajaban en los campos de labranza) y el góspel los que habían acompañado emociones y penurias.

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Tras la Secesión y en respuesta a las circunstancias, una nueva manifestación musical, el blues, tomó forma en medio de las plantaciones del Sur. Las work songs fueron sustituidas, a través de cantantes e instrumentistas errabundos, por el country blues al que la guitarra dio presencia (por su facilidad de transportarse, al igual que sus poseedores) y se fue extendiendo hasta que finalmente abarcó cada rincón de la civilización negra del país, reemplazando a muchas formas más antiguas de expresión musical.

El intérprete de blues se colocó a la vanguardia en la articulación de sentimientos y experiencias. El bluesman destiló, mediante una forma musical dotada de simplicidad, franqueza, flexibilidad e inmediatez, los anhelos, disgustos, desafectos y el carácter humano de una raza dedicada a la búsqueda de sí misma dentro de la matriz de una sociedad convulsa.

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Durante la II Guerra Mundial aumentó la migración negra de los estados del sur de la Unión Americana hacia las grandes ciudades septentrionales. El blues también viajó, adaptándose a su nuevo ambiente. Esta adaptación se manifestó sobre todo en la transición del blues acústico al eléctrico y, en forma análoga, en el ascenso de los grupos a expensas de los solistas.

Chicago fue la ciudad que se convirtió desde 1946 en el centro de la forma urbana del blues. Reflejó el carácter de esta sombría ciudad fabril y las miserables circunstancias sociales acarreadas por la migración masiva desde el Sur. Agresivo, siniestro y cargado de tensión sonó aquel blues, con la slide guitar y la armónica amplificadas como sus características principales.

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Dicha metrópoli se convirtió en la meca del blues en la época de la depresión económica de los treinta, cuando se cerraron muchas fuentes de trabajo para gran parte de la población negra del sur de la Unión Americana. La emigración y la experiencia sonora que se recogió durante la misma, dieron como resultado el desarrollo de los más variados estilos y el surgimiento de nuevos elementos para enriquecerlos. Chicago fue el crisol de todo ello.

El blues eléctrico de velocidad rápida y mediana fue entonces perfecto para narrar una historia o evocar un estado de ánimo; en el aspecto instrumental hubo espacio para la invención melódica y la variación rítmica (así como para lucir los virtuosismos).

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¿Pero, y el blues lento? Éste pertenece a una especie diferente. Con él se trató de comunicar, específicamente de comunicarse con lo más profundo de cada uno, y la calidad con la que un artista lo trató a partir de ahí serviría como medida casi exacta de su propia intimidad.

El blues en cualquiera de sus modalidades no perdona y no admite ningún margen para el error. Un blues bien ejecutado cristaliza las emociones, elimina las barreras entre el intérprete y el escucha, revela verdades y, como al difunto Stevie Ray Vaughan le gustaba decir, habla “de un alma a otra”.

El relato contado por el cantante se entiende mejor conforme se presta más atención a las letras y se intensifican las sutilezas y los matices de la interpretación vocal. Para el instrumentista, este tipo de blues aumenta muchísimo el tamaño del lienzo y permite infinitas graduaciones de matices.

Debido al tiempo de que se dispone en los compases, incrementa las oportunidades para jugar con los ritmos y para la variación melódica y temática. El blues siempre abre nuevos territorios de expresión y comunicación y les da a los músicos espacio para prestar más atención a la forma de cada nota y frase, a la vez que le brindan al artista la oportunidad de crear declaraciones significativas y de conectarse con el escucha en los niveles más recónditos.

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Hoy existen miles de ejecuciones y de ejecutantes de todos los colores de piel. No obstante, los momentos de definición, los instantes en que se rompen las fronteras entre el artista y el escucha y la comprensión traza un camino directo de un corazón al otro, están reservados para el blues lento.

El contenido doloroso de la mayoría de estas canciones le permite al escucha establecer un vínculo con el intérprete y comprender que los problemas de cualquiera son los de todos. Dicho de forma más sencilla, no se está solo.

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Hay en él la original tristeza, el reclamo, la denuncia, los avatares amorosos, la nostalgia, pero la contraparte a todo ello es igual de importante. La juerga ha sido desde el surgimiento del blues profano una de las condicionantes esenciales de su existencia. La fiesta, el humor, la camaradería y el hecho de compartir tales ambientes son elementos igualmente necesarios en su quehacer. Los participantes son maestros en dicha arte.

Tal leitmotiv se dio sin duda desde el primer tema y desde ahí convino sacar el whisky, evocar el asunto y regodearse en ese sentimiento hasta que todo quedara saldado con la vida.

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Desde el comienzo la raíz blues, como la de cualquier otra música folk, la compusieron un crisol de sonoridades procedentes de medio mundo. Y con esos materiales también creó un repertorio en el que hubo piezas propias y reintepretaciones del tronco popular o de autores añejos.

Si en el inicio hubo la rítmica del occidente africano y luego pianismo de origen europeo y transmigrado a Estados Unidos como ragtime, enseguida se adhirió el danzante western swing y las músicas hawaianas o el reel transportado a América por los millones de exiliados irlandeses.

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A su devenir se han sumado instrumentos múltiples: de las palmas de las manos al banjo; de la guitarra acústica a la eléctrica, del piano al sax, de la armónica al órgano Hammond, de los primeros sintetizadores a toda la parafernalia electrónica en el momento en que nos encontramos, cuando el blues ha encontrado nuevos caminos para mostrar su presencia.

En la época hipermodernista que nos ha tocado vivir, los intérpretes más vanguardistas, los Dj’s más experimentales, los productores de la electrónica más avanzada, se acercan al blues con toda su batería de gadgets sonoros, y le agregan toda la intensidad que producen las máquinas, reproducen archivos sonoros y los deconstruyen y arman a discreción.

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Las formas de la tecnología actual han acelerado el proceso de la reinvención o la revisitación hasta llegar a un punto anárquico y de reorganización de los archivos originales para crear collages sonoros. Además, la cultura del remix, ha ideado llaves distintas para hacer uso de esta música. Sus alcances en esta materia han ejercido una influencia definitiva en las hechuras, generado la tolerancia y la pluralidad ilimitadas.

A unos cuantos de cumplir cien años en su forma grabada, la electrónica lo fusiona sin prejuicios, en propuestas interesantes. Porque mezclar e imaginar al blues de esta manera pierde en nostalgias y gana en actualidades. Y tratar de acercar su voz a la generación 2.0, afincada tras el paradigma electrónico no es una cuestión fácil (y hará que los más curiosos vayan a la fuente original y descubran otras emociones).

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Una de las grandes ventajas del blues es su flexibilidad. Las exposiciones, según el productor que la trate, se pueden escuchar en un número infinito de combinaciones que, además de poderse reescribir ad infinitum, dan origen a sonidos colectivos nuevos.

Asimismo, ponen su juventud musical a convivir con intérpretes muertos o a dialogar instrumentos orgánicos con los que no lo son en cosa de nanosegundos, bucles, cajas de ritmos o secuenciadores. Un nuevo lenguaje para un idioma primario, una plataforma diferente para la añeja barra de doce compases, en la que siguen privando por sobre todo los sentimientos y la comunicación humana más profunda.

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