EL MURO: CAÍDA Y FESTEJO

(THE WALL, 1990)

Por SERGIO MONSALVO C.

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En esta emisión conmemoro el aniversario número 25 de la caída del Muro de Berlín con la crónica de mi estancia en aquella ciudad, antes y durante el concierto que Roger Waters llevó a cabo para celebrar el hecho en julio de 1990. El soundtrack lo compone la música de aquel año.

 

Frente al Muro de Berlín, un grupo de turistas japoneses se turna para retratarse de manera individual. Metros adelante, unos estadounidenses efectúan el mismo rito. La gente compra salchichas y refrescos en los puestos aledaños. El mayor ajetreo se concentra alrededor de quienes alquilan los martillos para desprender pedacitos del Muro.

Quedan muy pocos tramos con los característicos graffiti, donde la gente manifestaba su indigencia política, su estatus en cautiverio, el yugo del Estado, el desacuerdo con la situación de Alemania durante tres décadas. Se intuye que tales restos sólo permanecen por concesión al turismo.

Los días pasan rápidamente cuando se está de vacaciones, pero mi compañera y yo decidimos prolongar nuestra estancia en Berlín para asistir al próximo concierto de Roger Waters. Un par de días antes salimos del pequeño hotel donde nos hospedábamos, ubicado en un tranquilo barrio residencial de la ciudad, para dirigirnos al centro. En la esquina abordamos el tranvía, que llega a las 10:22 en punto, tal como lo indica el horario apuntado en la Haltestelle.

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En cierto lugar del trayecto suben dos parejas de punks posmodernos: un joven alemán con su pareja de origen asiático, quizá vietnamita; el otro de ascendencia africana con su compañera sajona. Las risas y comentarios que intercambian en el dialecto netamente berlinés hacen que se espese el silencio entre los ancianos del pasaje y brille la curiosidad de los demás.

De repente un insólito sonido invade el ambiente. Es un golpeteo bajo, rítmico, que hace vibrar las ventanas. Los punks se callan. Ellas dialogan brevemente con susurros incomprensibles y entrecortados estallidos de emoción.

Todo mundo se asoma. Unos, perplejos y desconcertados; otros, con aire de desaprobación; los jóvenes a la expectativa; y nosotros, como buenos turistas, a la espera. Un gigantesco tambor parece haberse escapado de la selva. Poco a poco se agregan los tonos de guitarras eléctricas, una melodía regocijada, el contrapunto de los teclados, coros monótonos en un rumor indefinible.

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El tranvía avanza, imperturbable. Se detiene en las paradas establecidas cada tres o cuatro cuadras, identificadas por la grabación de una armoniosa voz femenina accionada por el conductor. Las personas que quieren bajar oprimen un botón para abrir las puertas, en cuanto se prende el foco que indica que pueden hacerlo; otras, suben a sellar sus tiras de boletos en las cuatro maquinitas dispuestas para ello a lo largo de los dos vagones.

En cierto momento el conductor baja para ayudar a una viejita que está hecha un lío con su bastón, la bolsa de las compras y el monedero enorme que al parecer adquirió en los años cincuenta. La acomoda en el asiento reservado para minusválidos y reanuda el viaje.

La música se ha intensificado. Viene de todas partes. Hace tiempo que ya no pasa ningún tranvía ni auto alguno en sentido contrario. Los tres carriles de asfalto a nuestra derecha se han convertido en un gran estacionamiento, pero nadie toca el cláxon. Ningún vehículo se mueve, sólo nosotros y las bicicletas que van en el carril reservado para ellas entre los coches y la banqueta, la cual muestra una actividad humana inusitada.

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De todas las calles aledañas brota la gente. De las casas y edificios las personas asoman la cabeza por las ventanas. Adelante una muchedumbre ha llenado la avenida. El conductor anuncia que tratará de continuar en cuanto pueda. Quien guste esperar puede hacerlo, pero es posible que se tarde bastante.

Unos cuantos policías se empeñan en despejar las vías del tranvía, mientras otros se encargan de sacar a los automovilistas del atolladero, en reversa. Para ellos no hay ninguna esperanza de pasar. Casi todos decidimos bajar.

Hasta donde se alcanza a ver, en ambas direcciones, la gente baila al compás de la música que proviene, como ahora descubro, de una enorme bocina montada sobre un camión a la orilla de la avenida.

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A juzgar por el volumen debe haber muchas más, invisibles. Nos quedamos en la banqueta junto con otros observadores. Los jóvenes del tranvía se arrojan temerariamente, desaparecen entre la multitud. Miles de brazos se levantan, oscilan al compás, los hay de todos colores. Flores en el cabello. Grandes y diáfanas mascadas polícromas sirven como única vestimenta a las adolescentes y jóvenes cuyos cuerpos enfundan la belleza.

Los demás —la mayoría— guardan su aspecto normal, aunque sin renunciar a las flores. Madres jóvenes y maduras con sus hijos. Rostros extasiados ante el magma multicolor. El calor que se ha sentido en los últimos días viene a cobrar su cuota diaria y se deja caer a cuentagotas, pero no detiene a nadie. Al contrario.

Los desenfrenados danzantes han empezado a corear unas palabras al principio incomprensibles que al fin descifro: Paz, amor y comprensión. Se toman de la mano, jalan a los espectadores. Ya no se nota diferencia alguna entre espectadores y participantes. Todo mundo baila y se une al desfile.

El sol se derrite alegre. Guardo la Nikon en la mochila. ¿Qué hago ahora? Una nínfula me ayuda a resolver la pregunta. Surge de las olas humanas, rubia, caderas estrechas, la cinturita al aire, sudorosa, feliz y me jala. Obviamente mi compañera me sigue, no me vaya yo a perder.

En algún instante, quién sabe a qué hora, desembocamos en la avenida del Ku’damm, el centro comercial y social de Berlín Oeste. Vagamente me percato de la iglesia conmemorativa, las ruinas de un templo bombardeado que se ha conservado en esta forma para recordar el horror de la guerra a las generaciones que la vivieron y a las que nacieron después.

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Estamos en lo más denso de un happening rave a plena luz del día, en el corazón de Berlín, de Europa. Paz, amor y comprensión es la consigna. La ciudad es una fiesta. El concierto de Roger Waters será pasado mañana.

Waters dijo en 1980 que no presentaría The Wall en vivo hasta que cayera el Muro de Berlín. Diez años después tendrá que cumplir con su palabra.

Una institución de asistencia para las víctimas de las catástrofes naturales, donde no existe ayuda organizada para tales casos, hizo contacto con el músico para que la apoyara en su labor, realizando un magno evento que llamara la atención hacia el proyecto y cuyas utilidades netas fueran en beneficio de la fundación. Le mencionó al ex Pink Floyd su declaración y sugirió la posibilidad de llevarlo a cabo en el mejor lugar que las circunstancias históricas les habían proporcionado: Berlín.

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La propuesta convenció a Waters, quien viajó a Alemania a fines de noviembre de 1989 y caminó por el Muro en busca del lugar apropiado. Eligió la Potsdamer Platz, en el centro de la ciudad, sitio que durante varias décadas había sido el alma de la cultura europea de la primera parte del siglo XX, hasta el ascenso del nazismo al poder y el posterior bombardeo que casi acabó con ella. En 1953 también fue testigo de sangrientas represiones del Estado hacia los obreros descontentos, y en 1961 de la puesta de un cerco de alambre, la construcción del Muro y su designación como zona minada. La división entre Occidente y Oriente. Capitalismo y Comunismo. La Guerra Fría.

Cuando se dio el visto bueno para el concierto comenzó la construcción del escenario más grande que se haya erigido para un espectáculo de rock hasta la fecha: 170 metros de ancho y 41 de fondo. En todo ello trabajaron más de 300 personas durante un mes y fracción, y se utilizaron 130 toneladas de acero en la fabricación. Para apegarse al concepto de la obra The Wall fue necesario hacer una pantalla giratoria de 16 metros de diámetro.

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Igualmente se mandaron hacer bloques que semejaran ladrillos y cubrieran una superficie de 150 metros de ancho y 20 de alto. El climax y momento simbólico del concierto llegará cuando el Muro prefabricado caiga derribado y la gente grite y aclame de forma apoteósica.

Entonces, Roger Waters, el músico creador, sintetizará así el acontecimiento: «Me quito el sombrero ante el pueblo que ha logrado esto. Representa la victoria de la razón humana. No me gustaría que la destrucción del Muro se convirtiera en una celebración del triunfo del capitalismo sobre el comunismo, del Occidente sobre el Oriente. Eso sería cosa de estúpidos. Hay que celebrar, eso sí, la victoria del individuo sobre la burocracia».

Al final, el espectáculo quedó listo para el 21 de julio de 1990. El boleto de entrada costaría cerca de 50 marcos. Actuarían: Bryan Adams, Scorpions, Cyndi Lauper, Sinéad O’Connor, Joni Mitchell, Thomas Dolby, The Band, Van Morrison, Marianne Faithfull, así como la connotada orquesta de la Radio de Berlín, el Coro del Ejército Rojo de la Unión Soviética y una sinfónica compuesta por miembros de países en donde la guerra hubiera estado presente. Para quienes no pudieran asistir, el concierto sería trasmitido en vivo por la cadena alemana de televisión ZDF al resto del planeta, vía satélite.

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Boletos y propaganda desplegada anunciaban que a las dos de la tarde se abrirían los accesos a la plaza. La gente hizo colas desde la noche anterior. El calor veraniego (33 grados) en todo su apogeo, situación que por otro lado no molestaba en absoluto ante el espectáculo aparte de las minifaldas, halters, shorts, bikinis y ajustadas camisetas que confluían rumbo al sitio de reunión.

A la hora en punto se abrieron las puertas; sin embargo, la cantidad de público, heterogéneo y multinacional, hizo que las filas se hicieran larguísimas, para finalmente dar acceso a todos a las seis de la tarde. Los organizadores esperaban 250 mil asistentes, pero otros 250 mil entraron después libremente cuando se declaró concierto gratuito.

Una vez dentro, todo era correr para encontrar un lugar lo más cercano posible al escenario. De todas formas el diseño de éste se planeó de tal manera que se tuviera una buena visión hasta en los 400 metros de distancia. Lo importante era estar ahí y participar del acontecimiento mundial de muchas décadas.

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